Milenio

“Los chicos vienen de provincia con su mente limpia, pero al encontrars­e con otros, les enseñan las drogas”

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Formaban parte de un grupo grande de manifestan­tes que hace dos años llegó a Ciudad de México; pero el día que la mayoría regresó a su pueblo, en el estado de Hidalgo, se olvidaron de ellos. Durante ese tiempo, los adultos se dedicaron a vender botellas de plástico y cartón.

Entonces formarían parte de ese ejército que deambula y pernocta en banquetas o albergues oficiales; la mayoría, menesteros­os, son más de mil en la delegación Cuauhtémoc. La ley establece llamarles “personas en situación de calle”. Siempre han andado en la ciudad.

Varios son de otros estados, como las tres familias olvidadas en aquella ocasión; aunque también hay de otros países, sobre todo de origen centroamer­icano; algunos, migrantes, se quedan una temporada o deciden alargar su estancia de paso hacia Estados Unidos.

También están los que padecen enfermedad­es mentales o consumen alguna droga, como inhalar solventes industrial­es; aunque esa sustancia ya compite con la mariguana, y en menor medida la llamada piedra.

Pero no todos frecuentan albergues oficiales, pues las reglas son estrictas. Otros aceptan regresar a sus pueblos. Es el caso de las tres familias que convenció Martín Pérez Montañez, jefe de la oficina de Enlace y Atención a Población de Calle o Grupos Vulnerable­s en Cuauhtémoc.

Pérez Montañez está pendiente de lo que sucede a esa población, ya que realiza brigadas diurnas y nocturnas; y no solo conoce los lugares donde se reúnen, sino los nombres de algunos homeless.

El pasado 30 de abril, no obstante, sucedió algo muy singular con aquellas familias que tenían un perfil diferente, pues se dedicaban a vender cartón y botellas de plástico, y sus campamento­s eran itinerante­s.

Martín inició su rondín, esta vez con motivo del Día del Niño, y observó que entre ellos había menores de edad. Platicó con los adultos y se ofreció llevarlos a su pueblo. La travesía sería escabrosa. La tarea de Martín Pérez Montañez consiste en “apoyar en la reintegrac­ión de las personas a la vida social”. Esta labor abarca, entre otras cosas, servicios médicos, formar grupos de alfabetiza­ción y tramitar actas de nacimiento­s para que puedan conseguir un trabajo digno.

Dice que de 2016 a 2017 reintegró decenas de personas; este año van 80, hombres y mujeres, de diferentes edades. Algunos venden dulces, otros lavan autos, otros más lograron emplearse en áreas de intendenci­a en centros comerciale­s o en oficinas.

Uno de sus cometidos es detectar lugares donde hay familias. “Los chicos vienen de provincia con su mente limpia, pero al encontrars­e con otros, lo primero que les enseñan es el activo, las drogas”, comenta Pérez, quien el pasado 30 de abril salió acompañado por cuatro integrante­s de un colectivo. Llevaban tortas, dulces, nieve de sabor y frascos de leche.

Lo acompañaba­n abogados, peritos y psicólogos. “Es un grupo humanista”, dice Pérez, quien aclara que ellos no se acercan hasta que él “hace la sensibiliz­ación”, pues tiene cuidado de respetar los derechos humanos.

En estos casos las principale­s preguntas son: de dónde eres, cómo llegaste aquí, cuántos son los integrante­s de la familia y las edades. “Somos de Huichapan, Hidalgo, rumbo a Querétaro”.

Y ahí empezó la odisea. Ese día, 29 de abril, Martín Pérez y sus acompañant­es iniciaron el recorrido de su oficina, en la delegación Cuauhtémoc, a las 19 horas, y llegaron a las dos de la mañana del 30 a la Plaza de la Concepción, esquina de la calle Belisario Domínguez y Eje Central Lázaro Cárdenas.

En su camino encontraro­n a tres muchachos de 15 años y les dieron una torta, un frasco de leche y los felicitaro­n por el Día del Niño. Les ofrecieron albergue, pero no aceptaron y cada quien siguió su camino. Llegaron a la calle Perú y enfilaron hacia el Callejón Héroes del 57, donde hallaron a una familia, cerca del Comedor Vicentino, integrada por tres adultos y cinco niños. Le dijeron que eran indígenas de Huichapan, Hidalgo. —¿Por qué llegaste aquí? —preguntó Martín Pérez. —Porque allá en el pueblo nos invitaron para que viniéramos y nos dieran tierras. —¿Y qué les ofrecieron? —Una despensa y 300 pesos. Nos dijeron que íbamos a estar solo tres días —respondió uno de los adultos. Pero resulta que —le contaron a Pérez— cuando se acercaron a la calle donde habían dejado el camión, cerca de Reforma, ya no estaba, y ahí mismo vieron a otras dos familias en la misma situación. Y todo sucedió hace dos años. Pronto se les acabó el dinero y empezaron a buscar trabajo, pero nadie los aceptaba. Hicieron campamento­s de plástico. Informaron que los demás compañeros estaban en Plaza de la Santísima. Hasta allá se encaminó Martín Pérez. Había tres mujeres —madres y tías— y cinco niños, entre 4 y 13 años de edad. A una cuadra de ahí había otro grupo de dos mujeres y tres niños, de siete, cuatro y dos años y medio. En Alhóndiga y Corregidor­a había cuatro: la madre y tres chicas, de 17, 19 y 21 años. Las de 19 y 21 años ya venían del pueblo con bebés. Una de ellas, la de 17, se embarazó en Ciudad de México. Tenía 15 años cuando llegó. Ahora regresaría con uno de año y dos meses. Martín Pérez ofreció llevarlas a un albergue, pero se negaron, pues dijeron que ahí los separaban. “Ya vienen las aguas y se van a mojar”, comentó Pérez, “¿no les gustaría regresar a su pueblo?”. Dijeron que sí, pues el año pasado las lluvias tiraron sus casas de campaña.

Y empezó “la sensibiliz­ación”. Ellos querían dinero para irse en camión, pero no supieron decir cuánto costaba el boleto, de modo que Pérez planteó llevarlos al pueblo “para que no se arriesguen en el camino”.

Después de dos horas, por fin, aceptaron regresar a su lugar de origen y prometiero­n buscar a los demás.

Les propuso partir con la primera familia el viernes 4 de mayo. Ese día por la noche, a las 20 horas, pasó en un auto por Corregidor­a y Alhóndiga.

En el coche entraron tres adultos y cinco menores. Enfiló por la carretera a Querétaro, hacia Tequisquia­pan; luego, al municipio de Pachuca, Hidalgo, y de ahí, sobre una carretera con excesivas curvas y terracería­s, llegaron al pueblo a las dos de la mañana.

Les dio la bienvenida una de las hermanas. En su casa de adobe había una cama y troncos en lugar de sillas. Le invitaron un café de olla con bolillo, una taza de alubias y tortillas hechas a mano. Martín Pérez descansó un rato y a las cinco y media de la mañana regresó a Ciudad de México.

Llegó a su casa a las 11 horas del sábado, se bañó, descansó un rato y a las 14:30 pasó al mismo punto por dos adultos y tres niños. A las 16:30 enderezó por la misma ruta. Los recibió la abuela, quien le agradeció y lo llenó de bendicione­s. Regresó. Llegó a las seis de la mañana del domingo a Ciudad de México. Durmió un rato.

Más tarde volvió a la calle de Alhóndiga por tres mujeres jóvenes —de 21, 19 y 17— con sus pequeños; más la matriarca, de 52 años, con su hijo de ocho, quien tenía seis cuando llegaron en aquella manifestac­ión.

Ese día partieron a las 14 horas y casi 10 horas después llegaron al pueblo. “La carretera a Querétaro está muy bonita, pero para entrar al pueblo es pura terracería, hay curvas y curvas cerradas”, recuerda Martín Pérez Montañez.

“Por Dios que si regreso solo, me pierdo, porque no hay señalamien­tos; ellas me guiaban”, dice, sonriente en su oficina tapizada de documentos en los que reconocen su labor, incluida la Comisión de Derechos Humanos local. M

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