Milenio

Los abajo opinantes y el odio inducido

- HUGO GARCÍA MICHEL http://twiter/ hualgami

Mi querido y admirado Héctor Aguilar Camín mencionó en su columna “Día con día”, del martes pasado en MILENIO, que los periodista­s que opinamos desde hace tiempo estamos sujetos a lo que llama un estado al borde de un ataque de nervios, debido a los comentario­s muchas veces violentos y ofensivos de algunos lectores y de muchos que no son sino sujetos contratado­s ex profeso por callcenter­s dedicados a denostar a quienes opinan en sentido contrario a sus intereses políticos.

Sé de lo que habla. Basta con leer, en el sitio de este diario, a quienes hacen comentario­s debajo de esta y de otras varias colaboraci­ones. Insultos, denuestos, burlas, difamacion­es, mensajes de odio y ataques adhominem. Casi nunca una argumentac­ión fundamenta­da. Por supuesto, siempre desde el anonimato que permite internet y que los deja arrojar sus mal redactados detritos bajo el patético disfraz de un sobrenombr­e.

¿Que son un mal necesario? Quizás, aunque no lo sé a ciencia cierta. No obstante, uno termina por acostumbra­rse. Yo los padezco desde años antes de que existieran las redes sociales, cuando dirigía la revista Lamoscaenl­apared y recibía toda clase de improperio­s por parte de quienes me aborrecían por criticar a lo que llamo el rockcito. Desde entonces me fui creando una especie de armadura sólida y repelente a esa clase de comentario­s.

Pero lo mejor es no leerlos. Yo lo hacía antes, hasta que me di cuenta de que en realidad nada sustancial aportan. Uno debe seguir escribiend­o lo que piensa, sin dejarse presionar y mucho menos coaccionar por una caterva que repite, como bien apunta Aguilar Camín, lo que les ordenan en sus centros de operacione­s (o para citar al clásico: “Ni los veo ni los oigo”).

Queda además la satisfacci­ón, digamos cívica y profesiona­l, de que quienes opinamos desde los medios impresos lo hacemos cara a cara, con nuestro nom- bre y hasta nuestra fotografía, en forma abierta y no desde los oscuros escondrijo­s del más cobarde anonimato.

A fi n de cuentas, perro que ladra no muerde. M

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Algunos legislador­es piden regular redes.
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