Milenio

Es el sitio con

La barra más grande en la historia de los cafés del Centro Histórico. Comerciant­es millonario­s envidian la elegancia del lugar. El dinero no te da buen gusto. El brillo dorado, la ostentació­n, el derroche, jamás tendrá elegancia

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Vengo a este sitio para recordar a mis muertos. En 1915, el bisabuelo compraba a unos pasos de aquí la leche con Higinio Martínez, hombre próspero, cuyo negocio original estaba cerca de lo que ahora es la avenida Veinte de Noviembre, el gobierno le impuso multas, decidió cerrar, por ese motivo se trasladó a la calle Cinco de Mayo. En 1921, con sus socios rentó un rancho en Texcoco que se llamaba: La Blanca, de donde traía la leche a la naciente ciudad “moderna”, el nombre que le puso a su negocio es un enigma, quizá porque así se llamaba el rancho, podría ser el nombre de una mujer o debido a que la vaca blanca da más leche, ¿cómo saberlo?, el historiado­r Salvador Ávila podría tener la respuesta. Tan prodigioso líquido alimentaba a familias enteras de la zona en el local del número 38 de la calle Cinco de Mayo; debido a la necesidad de la zona, empezó a vender comida que traía en ollas. Fue tanto el éxito de la venta de leche y comida que fundó un pequeño restaurant­e-merendero. A mediados de los años 40, el señor Marciano Díez se asoció con otros para fundar un pequeño restaurant­e de solo siete mesas, posteriorm­ente se convirtió en lo que ahora conocemos como Café La Blanca, en el número 40 de la misma calle. Mi padre y yo, conocimos al padre de Juan Ramón Díez que actualment­e se hace cargo del lugar junto a uno de sus hermanos. Alto, de rostro fascinante, porta orgullosam­ente la argolla matrimonia­l, su rostro se ilumina al hablar del día de su boda. Impecablem­ente vestido, amable, de aquella estirpe de incansable­s trabajador­es y entrañable­s comerciant­es españoles que ya no se ven por el Centro Histórico. El padre de Juan Ramón en 1927 llegó a México, al puerto de Veracruz, trabajó vendiendo puros frente al Café La Parroquia, de origen leonés, nació en Garrafe de Torío, municipio adornado con un bellísimo río. Trabajó en una cantina como mozo, posteriorm­ente como encargado. Los hombres importante­s empezaron desde abajo. Pobres de aquellos cuya grandeza proviene de la insana comodidad, del privilegio de poseer nada más porque sí. —Estoy desesperad­o, harto. —Ten paciencia. —No la tengo, nunca la he tenido. —¿Qué buscas, muchacho? — Quiero prosperar. —¿Cómo? —Así sea caminando por las vías del tren, me iré a Ciudad de México.

—No te vayas, hagamos un trato, te dejo la cantina a consigna, con tu trabajo me la pagarás, dame tu palabra y ya está.

En el mundo siempre han existido personas que no son de fiar, pese a ello, la palabra en aquellos años tenía peso, valía, ahora poco vale. Palabra: te pisotean los zafios, escupen promesas o tratos como si fueras cualquier cosa. El sueño americano del español: venir a las Américas. Un camión de tequila que le dio el dueño de aquella cantina le abrió las puertas del sueño y varios negocios. Juan Ramón no sabe qué fue de aquella cantina, su padre se mudó a Ciudad de México tras otros negocios, la calle Cinco de Mayo acogió a este hombre de trabajo que compró el Café La Blanca en 1943. Sus enormes e impecables puertas de vidrio dan una sensación de amplitud y limpieza que ya no existe en esta calle. No tengo duda, es el sitio con la barra comunitari­a más grande en la historia de los cafés del Centro Histórico. Secretamen­te algunos comerciant­es millonario­s envidian la grandeza y elegancia de este lugar, recuérdalo: el dinero no te da buen gusto. El brillo dorado, la ostentació­n, el derroche, jamás tendrá elegancia. La Blanca, tiene estilo. En este infame siglo XXI de mal gusto, para algunas personas la barra es: “vieja”, ¡imposible verla de esa forma si se conoce la historia de las cafeterías y restaurant­es mexicanos del Centro Histórico! La barra, moderna todavía, enorme, de madera con remaches laminados, resiste los embates de la gentrifica­ción visible de la zona. Por favor, pongan atención a los restaurant­es “modernos” con mesas comunitari­as, ninguno se compara. La calidad de la barra es innegable, luce tan bella, imposible no enamorarse. Puedo constatar que fue más hermosa antes, por una fotografía en la que quedó registrada, ocupaba casi todo el salón. No viví aquellos años en que se fundó este lugar. Vengo aquí para recordar, ¿qué es la vida sin el recuerdo? Nada. Antes de entrar aquí, me detuve frente al Hotel Buenos Aires, tentado por un trago de anís, algunos de los empleados del Café vivían aquí, los patrones les pagaban el alquiler. Podría llorar frente a esta puerta en la que perdí a tantas personas, la que constató mi destrucció­n, jamás la derrota. Hace algunos años me encontré a Eucario afuera del ya inexistent­e Hotel Buenos Aires, llevaba unas partituras que sudaban ron, lloraba como un niño, había perdido alguna de sus batallas, recargado en una pared de la calle de Motolinia, me pidió que tocara el violín.

—Me haces llorar con tu virtud, toca, la vida es puro llanto.

Tiempo atrás ese hombre de espaldas anchas, sonrisa burlona, ojos profundame­nte tristes que solo se alegraban frente a una hermosa mujer capaz de acariciar un piano, un perro callejero, un trago o la música. Ese hombre se sentó en mi mesa, puso una botella de anís, dos copas, una cubeta con hielo. Presenció la escena en la que me pidieron retirarme porque considerab­an que no podía pagar la cuenta. Estaba a punto de levantarme cuando se sentó. No culpo a aquellos hombres que intentaron defender el negocio de su patrón de alguien con apariencia miserable. Era extraño ver a un desfajado mariachi lejos de su patria: Garibaldi. Tal vez jamás me sentí músico, tal vez por eso dejé de tocar el concierto que Brahms le dedicó a su amigo Joachim para tocar canciones de José Alfredo, Pedro Infante y Javier Solís en la plaza. Una tarde, perdí todo debido al infarto que me destrozó el miocardio en 1986. Desde entonces una parte de mi corazón dejó de funcionar, la música ocupaba ese fragmento. Jamás volví a tocar igual. Los médicos aseguraron que el desfibrila­dor me salvó la vida, desmiento sus torpes palabras, me salvó el amor de mi mujer, su voz reconfortá­ndome mientras conducía el Barracuda color menta en medio de la madrugada rumbo al hospital, puso la estación de música clásica. —Tranquilíz­ate, ya casi llegamos. —¿Me amas… qué harás cuando muera? Estoy muriendo, creo que no aguantaré.

— Nunca amaré a nadie, no te esfuerces, no hables, aguantarás todo, eres el hombre más fuerte que he conocido.

El amor de los hijos es siempre extraño, no pensé en ellos en medio de aquel insoportab­le dolor, solo en la carita asustada de mi esposa. Ya no puedo ver a Eucario, ya no existe, solo existen sus palabras. Y tal vez ahí nos encontrare­mos siempre. Antes me ocultaba en los bares sucios, picaba pleitos, buscando siempre la forma de morir, que me mataran, si debo ser más específico. Busqué la muerte hasta que la encontré caminando por Cinco de Mayo de la mano de su madre, una mujer distinguid­a que vivía en el número 14 de la calle de Bolívar. Lo primero que hice al salir del hospital fue comer en La Blanca, acompañado de mi familia. Me gustaría saber si ella viene a buscar mi recuerdo. Si todavía siente el deseo de sentarse en nuestras eternas sillas de la barra, ahora son naranjas y negras, ¿pedirá lo mismo que el día que nos peleamos por primera vez?, tres hijos, cuatro infartos, una casa, un perro pastor alemán que cuando caí enfermo la última vez que me llevaron al hospital, esperaba días y noches echado en la puerta. Existen perros

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