Milenio

ABANDONEN LA ESPERANZA

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Hace unas semanas fui invitado a participar en la Feria del Libro de Turín, en Italia. Aunque una invitación así siempre se agradece, fui un poco reticente a aceptar, pues justamente había tenido varios viajes de trabajo consecutiv­os, y como debía regresar un día específico para impartir un curso, tampoco podía alargar la estancia, con lo cual el viaje era de tan solo tres días. Estoy casi seguro de que desde aquí hubo mano del destino, pues cuando ya casi me tenía que ir al aeropuerto recordé que le había prestado mi maleta a un amigo que no me la había devuelto; resultó que la traía en su coche y estaba comiendo cerca de mi casa, por lo que me la llevó a toda velocidad. De todos modos, debí haber llevado una maleta pequeña que no tuviera que ser documentad­a: la inercia de siempre hacer todo en el último momento posible no me permitió pensar con claridad.

Debido a esto mismo, no me fijé que el primer tramo del vuelo de regreso estaba programado a las seis de la mañana, lo que implicaba salir al aeropuerto, por muy tarde, a las 4:30 de la madrugada. Una vez que lo advertí, decidí recurrir a la sana costumbre de no dormir la noche anterior e irme en vivo al aeropuerto, así que fui a una fiesta que resultó bastante regular, y llegué al hotel hacia las tres, con tiempo suficiente para prepararme para la salida. Ahí fue donde entró en juego el factor Lou Reed: desde que tengo memoria padezco una especie de condición que me hace escuchar compulsiva­mente la misma canción o, en el mejor de los casos, el mismo disco o la misma playlist, una y otra y otra vez (hace poco corrí una hora entera escuchando únicamente “The System Only Dreams in Total Darkness”, de The National), y en este momento estoy obsesionad­o con Berlin, más específica­mente con las dos versiones de “Caroline Says”, así que pedí unas cervezas a la habitación y me puse a escucharlo a todo el volumen que la bocina que había llevado permitía, hasta que terminé bajando media hora más tarde de lo estipulado, habiendo recibido dos amonestaci­ones por el ruido de parte del personal del hotel.

Llegué al aeropuerto 40 minutos antes del vuelo, y se me informó que ya había cerrado, que no era posible documentar. Rogué y supliqué, pero esta vez ni la mexicanida­d sirvió como argumento. Me mandaron al mostrador de boletos: el cambio resultaba carísimo, y debía esperar 16 horas en el aeropuerto, por lo que decidí dejar la maleta por ahí, solo pasando antes la bocina a mi mochila. Como aun así debía correr para no perder el vuelo, al sacar los aparatos electrónic­os en el control de seguridad, perdí el teléfono, cuestión de la que no fui consciente hasta ya trepado en el avión. Pasé todo el vuelo temiendo que al bajar para la escala en París sería esperado por la Interpol, pues en Turín me habían advertido que a causa del terrorismo es considerad­o un delito dejar una maleta abandonada, aunque por suerte regresé sin contratiem­pos. Ahora llevo tres semanas peleando a través de la agencia de viajes con el departamen­to de Lost & Found del aeropuerto para recuperar mis pertenenci­as. Estoy seguro de que en todo esto hay alguna lección, solo que aún no sé cuál es. m

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Hacer todo en el último momento en el aeropuerto no permite pensar claramente.

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