¿De quién entonces?
Pocas ocasiones comentar un suceso en el momento en que ha ocurrido es oportuno, sin que además parezca que lo agotamos, particularmente cuando la muerte está a la orden del día y el muerto resulta alguien como Philip Roth. Si no fuera suficiente este argumento para justificar hablar de él, hay una razón irrefutable: en el mundo literario cada cual se despide con distintas palabras del mismo maestro de la novela. Más que por lo extenso de su introspectivo corpus, ha sido reconocido por su calidad, que en gran medida salvaguarda el mundo real o, cuando menos, le da un soporte. Era un autor anecdótico, aunque evitó rumiar nimiedades; no aparentaban molestarle las cosas evidentes, haciendo inclusive que adquirieran un tono de misterio por descubrir.
Gautier escribió acerca de Balzac que éste nunca pretendió adoptar el papel de Lama literario; lo mismo aplica para Roth. No recibió el Premio Nobel, pero ninguna falta le hizo ganarse el reconocimiento de aquellos que adulteran el verdadero talento, que ponen en escaparate a lo mejor pero sin criterio para defenderlo. “Perdona el polvo”, advierte Dorothy Parker; “Por ensuciarte” agrego yo. ¿Quiénes quedarán para ampararnos cuando falten Paul Auster, Thomas Pynchon, Ian McEwan, Cormac McCarthy (...)? Tomando en cuenta que, junto con William Faulkner y Henry James, Roth se suma a la corta lista de autores estadunidenses publicados por la legendaria Pléiade. La idea de la posteridad, entonces, no es un disparate ni tampoco una cuestión glamorosa, sino algo necesario cuando surge la ausencia y necesita compensarse con algún legado.
Está latente la posibilidad de permanencia mientras conservemos la obra como ejemplo de una configuración lingüística moderna, y no ambigua o inaccesible. Basta un título para comprobar que revisar el trabajo de Roth es analizar un significante cultural como el judaísmo; al mismo tiempo, elabora un modelo discursivo que representa lo ideal para una generación. Persiguió incansablemente hacer la gran novela americana, aun cuando ya la había alcanzado. ¿Cómo pudo hacer algo así? Convirtiéndolo todo en un universo novedoso. Acierta al asentar sus bases en la tradición novelística y, sin dudarlo, hace que su trabajo establezca paralelismos con Melville y Twain. No se trata solamente de lo que dice, sino la forma de contarlo; muestra cómo leer a diversos autores, pero también cómo, partiendo de él, pueden ser releídos. En sus palabras: “Los talentos tienen sus límites: su naturaleza, su alcance, su fuerza, y también su final.” Hace unos días llegó el suyo.