Lecturas digital e impresa
Por mi querido amigo Ángel Cong me entero de una severa posición
posmillennial contra los diarios impresos. Me cuenta de su hijo de 10 años, nativo digital de inspiración ambientalista, que cuestiona la deforestación que representa la producción de un periódico y las toneladas de papel que se van a la basura de un día para otro cuando, razona el chico, todo puede consultarse hoy por medios electrónicos.
Sin entrar en un debate de cuál es la importancia vigente de los medios impresos y sus diferencias de tono, enfoque y profundidad con los electrónicos, hay una realidad fuera de discusión en torno al camino que siguen los diarios y revistas con el avance firme de la tecnología, que se traduce en el fin de algunos medios y la conversión de otros, muchos de forma parcial incluso, al modo ciberespacio.
Una realidad que ha pegado con fuerza en la industria editorial del periodismo pero no así en la del libro, pues los números sobre la producción de textos electrónicos aún distan de representar una competencia a los impresos, lo que se ha convertido en un sano equilibrio para los lectores entre el consumo de noticias de forma digital y el de literatura en las tradicionales hojas de papel.
Lizette Campos Rogel, una adolescente posmillennial, ha sabido combinar ambos mundos y aun con la preocupación en que nos metió un piloto de Viva Aerobus la semana pasada llegando a Las Vegas, al elevar de nuevo el avión cuando ya se perfilaba para aterrizar, mantuvo la calma y siguió leyendo su libro impreso, mientras Magda Rogel, yo y las decenas de pasajeros palidecíamos ante el silencio de la tripulación después de tan temeraria maniobra.
Y es que la lectura en papel tiene de hecho, científicamente, efectos distintos, más provechosos, para el consumidor. Si usted tiene ese hábito de seguro recordará alguna cita de un autor con la imagen diáfana de la parte de la página en que la leyó y acaso subrayó, si era par o impar, si abría o cerraba párrafo. Contrario a la consulta de noticias o aun de intercambios de redes sociales, actividad diaria que hoy se puede hacer en cualquier lado con un teléfono o una tableta a la mano, la lectura en papel, como la escritura, son actos de soledad y tranquilidad, ajenos a la dinámica propia de las aplicaciones digitales.
La industria del libro, por cierto, no ha menguado por la irrupción del mundo digital, más bien lo ha aprovechado para agregar a su oferta esa posibilidad. Más allá de ver los títulos en forma física que ofrecen las grandes librerías, como Gandhi, El Sótano, El Péndulo y Sanborns, las novedades distribuidas por medio de los quioscos de periódicos se multiplican. Hoy en Ciudad de México es posible adquirir semanal o quincenalmente obras de colecciones como la bellamente editada de Julio Verne, como las dos de pasta dura en las que expertos españoles comentan y resumen a los filósofos más importantes, una más de Gredos sobre literatura antigua y otras más sobre ciencia y mitos.
Entre las novedades que han llegado en fechas recientes al escritorio del columnista destacan, por ejemplo, las del sello español Navona, distribuido en México por Ediciones Urano, en las que apuestan por escritores clásicos y contemporáneos, novela negra y autores de culto, con tirajes breves y lo que llaman “un plan editorial modesto”, con el convencimiento de que en medio de la vorágine de publicaciones, “salvajemente masivas” como las que hacen los grandes grupos, aún hay lectores que buscan respiro en ediciones especiales”.
Una de esas joyas es Sonetos, de William Shakespeare, en la versión del colombiano William Ospina (1954), quien considera que pese a que el endecasílabo español es lo más aproximado al decasílabo del monstruo de Avon, las diferencias entre ambas lenguas hacen esa medida “indócil” para la traducción, por lo que optó por versos alejandrinos y sus catorce sílabas, en una sobria edición en pasta dura.