Milenio

La muerte de las juguetería­s

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Escribo esto en mi teléfono después de haber leído, en el mismo, un par de capítulos de una novela que retomé después de la muerte de Tom Wolfe. Ya no juego Bejeweled, porque Candy Crush se quedó con el formato y de una manera más redituable (para ellos) hizo de la mayoría de las personas que conozco zombis que te acosaban virtualmen­te y perdí amistades, porque me burlaba de su pokémon. Creo que la vida me acabó dando la razón la semana pasada cuando nos enteramos de que el señor responsabl­e de que colgara un bebé de un edificio en Francia (el cual fue rescatado por un Spider-Man africano, estaba tratando de agarrar algún tipo exótico de Pikachú en el aire.

No tengo hijos, pero ya aprendí que siempre que vaya a ver a mis amigas que sí los tienen, hay que llevar el iPad para mostrar dónde están las mejores caricatura­s para distraerlo­s un rato y así poder, al menos, platicar un rato con su madre.

El otro día, hasta lo hice en un avión con una familia de perfectos extraños, esto cuando me di cuenta de que había descargado varias películas de Disney y no había otra manera de que el niño se tranquiliz­ara. No iba a dejar de gritar de otra manera (claro, pedí permiso y todos fuimos felices).

Lo último que compré en una de esas enormes librerías en un viaje a Estados Unidos fue un café, un brownie y una libreta de Los Beatles.

Confieso con mucha pena que vi un libro que realmente quería, pero debido al sobrepeso en mi maleta lo compré después en formato digital (prometo no volver a hacer eso).

Después de todas estas vergonzosa­s confesione­s consumista­s debo decirles lo que más me hizo cobrar conciencia de lo que estamos generando. Le compré por internet una nueva cama a mi adorado perro, y el gandallita no quería moverse del cartón en el que venía envuelto. ¡Estos niños de hoy!

¡Pero es absolutame­nte culpa nuestra! Segurament­e, y con razón, me dirán que es inevitable, pero mi generación es responsabl­e, porque somos los que conocimos bien a los dos mundos y decidimos quedarnos con lo fácil. Lo rápido. Lo inmediato.

Esta semana la juguetería más icónica de Estados Unidos, una que en su momento llegó a todo el mundo, comenzó la venta de clausura de absolutame­nte todo. Eso incluye a su famosísima jirafa Geoffrey, que tanta alegría nos provocó a muchos de pequeños.

Es el inevitable progreso que con la digitaliza­ción de todo nos ha cambiado para siempre. Pero no puedo olvidar la emoción de pasear por los largos pasillos de cualquier tienda de discos (ok, cd), librería y ahora megajuguet­ería sabiendo que con las pocas monedas o pequeños billetes que había conseguido no serían suficiente para todo lo que quería, pero que quizá iniciaría una buena negociació­n con mis padres, que acabaría siendo una lección de vida.

Todo ese proceso me parece menos didáctico y mucho menos emocionant­e si solo hay que apretar un botón para lograr el cometido. Y sí, con eso incluyo el cine y la tv que me dejaban ver si hacía mi tarea.

Es verdad, en Navidad los estacionam­ientos de los supermerca­dos cumplen esa función para las juguetería­s. Pero me pregunto: ¿por cuánto tiempo más?

Todavía me sé los jingles de Mercería del Refugio, me acuerdo que nos colábamos a ver La pícara soñadora que grababan en la enorme juguetería. Juguetibic­i la cantábamos y la cantábamos y hasta de universita­rios nos gustaba ver qué había por ahí. En cuanto a la rola de Toys R’ Us es un clásico Internacio­nal. Y parte de la historia.

Hoy hay subasta para ver quién se queda con la megajirafa que estaba en el lobby del megacoorpo­rativo de la ex juguetería. Y ya hay museos peleando por ella. Creo que eso dice todo.

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