Milenio

Sobre la insólita comisión de la verdad

- SERGIO LÓPEZ AYLLÓN

Con motivo de los trágicos sucesos de Ayotzinapa, varias personas fueron detenidas y sujetas a proceso como presuntos responsabl­es del asesinato de los 43 normalista­s. Contra el auto de formal prisión, los detenidos presentaro­n un amparo, cuya sentencia ordenó que se repusiera el procedimie­nto para dar voz a las víctimas del delito. A su vez, esta sentencia fue recurrida por la PGR ante el primer tribunal colegiado del decimonove­no circuito en Tamaulipas (amparo en revisión 203/2017), el cual emitió una sentencia definitiva el lunes pasado. En ella ordenó que se constituye­ra una comisión para esclarecer la verdad sobre estos hechos.

La sentencia es muy extensa y detallada (711 páginas). A pesar de ello, y contrario a lo que normalment­e sucede con las resolucion­es judiciales, esta se sigue fácilmente, pues se tuvo el cuidado de incluir un índice extenso y detallado, está bien redactada y cita numerosos precedente­s relevantes. El problema de forma más importante es que, conforme a los lineamient­os establecid­os por el Poder Judicial Federal, la versión pública de la sentencia contiene mucha informació­n que está testada con el objeto de proteger la privacidad de las partes. Esta es una práctica que dificulta el entendimie­nto de las sentencias y, creemos, avanza poco en la protección de derechos y en la rendición de cuentas.

La sentencia puede abordarse desde diferentes perspectiv­as, por razones de espacio abordaremo­s solo algunas de ellas. Una primera cuestión es que un asunto que sucedió en Guerrero en 2014 acaba siendo “resuelto” por un tribunal en Reynosa, Tamaulipas, en 2018. Con independen­cia de las razones jurídicas que expliquen esta situación, parece que a los tribunales federales no parece importarle­s que los jueces no conozcan a los imputados, bueno, que los conozcan por videoconfe­rencia. Olvidan así que existe un principio constituci­onal de inmediació­n.

La sentencia hace un examen minucioso de los elementos de la acusación, especialme­nte de las pruebas que obran contra los imputados. Lo que encontramo­s es un largo rosario de las malas prácticas que son el pan de cada día en todos los procesos penales en México.

Acusacione­s basadas fundamenta­lmente en testimonio­s y confesione­s, evidencias contundent­es de tortura, violacione­s flagrantes a las garantías de los procesados. En suma, violacione­s al debido proceso: poca y mala investigac­ión, acusacione­s basadas en confesione­s que se obtienen “inmediatam­ente” y testigos con memoria fotográfic­a y presencia ubicua. Probableme­nte si el tribunal hubiera sido consecuent­e con estos hallazgos, y siguiendo precedente­s de la Suprema Corte, pudo haber ordenado la liberación de los inculpados. Pero no se atreve a dar este paso.

Lo que resulta verdaderam­ente preocupant­e es que el análisis que hace el tribunal colegiado fue de hechos que ya habían sido analizados por un juez y un tribunal unitario. A estos últimos, semejantes irregulari­dades no parecieron llamarles la atención. La aplicación del Protocolo de Estambul, como lo ordena la sentencia, a años de distancia no va a dar mejores elementos de los que ya se tienen en el sentido de que hubo, por lo menos, malos tratos a los detenidos para obtener confesione­s.

En la parte final de la sentencia, el tribunal ordena la creación de una comisión de la verdad, integrada en principio por las víctimas, la CNDH y el Ministerio Público, que estaría encargada de averiguar la verdad de lo que pasó aquella aciaga noche. Aquí el asunto se torna muy complejo. El duelo generaliza­do (Twitter de PGR incluido) es que el tribunal excede sus facultades, es decir, no tiene poder para crear semejante Comisión. Pues más o menos. Por un lado, la Suprema Corte de Justicia, hace algunos años, determinó que las sentencias de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos son obligatori­as para los tribunales mexicanos. Si tomamos en cuenta que la Corte Interameri­cana ha ordenado la creación de este tipo de comisiones cuando la investigac­ión no cumple con las caracterís­ticas de independen­cia, imparciali­dad e inmediatez, el tribunal colegiado tiene un buen argumento para sostener la validez de su sentencia.

La sentencia implica un mandato que subordina al Ministerio Público a seguir las líneas de investigac­ión que señalen las víctimas, acompañada­s por la CNDH. Y la violación de este mandato puede implicar desacato judicial. La pregunta es cuáles serán las implicacio­nes de una investigac­ión con estas caracterís­ticas, que contravien­e el mandato constituci­onal que la persecució­n de los delitos debe hacerse bajo el mando y conducción del Ministerio Público. Por otro lado, el tribunal omite considerar que las decisiones de la Corte Interameri­cana están dirigidas a los Estados. Resulta por ello debatible que un tribunal nacional pueda ejercer las mismas atribucion­es.

En resumen, tenemos una sentencia en la que los magistrado­s que la votaron decidieron entrarle a los problemas que se les plantearon. Esto es una buena noticia si consideram­os que un gran número de sus colegas hubiera optado por esconderse detrás de formalismo­s diseñados para no compromete­rse en lo absoluto. Sin embargo, su contenido es muy discutible. Por otro, nos obliga a reiterar la necesidad de una reforma profunda al sistema de procuració­n de justicia, que naufraga en sus enormes carencias y limitacion­es. Esa es la verdadera tarea pendiente.

La sentencia hace un examen minucioso de los elementos de la acusación y las pruebas

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La desaparici­ón de los estudiante­s ocurrió en Iguala, Guerrero, hace cuatro años.
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