Milenio

La servilleta y alargó el cuaderno. Las rudas manos de Obdulia lo tomaron; con mirada de águila escudriñó la caligrafía, la hizo que leyera, le marcó pausas, entonacion­es, cadencias

Turbada, temerosa, Sirenia extendió

- * Escritor. Cronista de

Sueña. Sueña en el campo. En un campo piedroso, con biznagas, garambullo­s, deditos que si los pisas sus espinas agujeran la planta del pie descalzo, correoso, y se encona, supura pus. El incordio capaz y te deja cojera eterna y Renca te nombrarán, Sirenia, ya que la raza no perdona. Cuidado cuando te quites los huaraches, porque pasa hasta lo pior: que pierdas la pierna, como tía Raymunda tan bailadora, aunque fuera con muletas: con el “Rascapetat­e” levantaba polvareda.

“Sueña, sueña en el campo, inocente niñita. Aquí adonde tu madre, Soberana, te dejó para que la abuela Toña se hiciera cargo de ti, Sirenia, porque no pudo darle crianza: salió del rancho pa’ la ciudad por un trabajito, cualquier quehacer pa’ que le pagaran un dinerito y mandara pa’ tus necesidade­s, m’hija, sobre todo que fuiste tempranera y la luna te cornó: ay, la pena que te dio la primera vez, en plena clase y escribiend­o en el pizarrón: fuiste aplicada, lástima que aquí nomás hasta el tercer grado había profesor, si no quién quita y profesioni­sta hubieras sido, aunque fueras hasta Huiachapan, hasta Ixmiquilpa­n.

“Nunca dijo Soberana quién le hizo la maldad, ni quién fue papá de Nando, tu hermanito. La prima Viviana ya servía en la colonia Guerrero que le dicen, y encontró acomodo a tu madrecita, primero como recamarera en las casas del lugar, luego donde ella se ocupaba le dijeron: búscate quien guise sabroso, aunque sea nomás de lo que comen en el rancho; yo me encargo de enseñarle y mis amigas envidiarán su sazón. Lueguito pensó en ella, por el don para dejar la comida en punto, rico su sabor.

“Sirenia: sueña que cuidas borreguito­s sentada sobre una piedrota verde, tus útiles de la escuela a un lado y al otro las madejas de hilo pa’ que bordes los ramos de flores que m’hija Obdulia, la catequista, dibujó sobre manta de cielo, con trazos firmes, garigolead­os; te entregó una caja con madejas de hilo y te advirtió: rellena con cuidado, hazlo bien, sin pasarte de las orillas, para que las flores queden bien bonitas; a las amarillas ponles un tono dorado muy fuerte en las orillas y en el centro, en la corola, ponle amarillo suavecito: verás que quedan como flores de verdad pero hechas por ti y esta servilleta lucirá; pero si no lo haces bien, ya sabes lo que te espera...

“¿Qué te esperaba? Que Obdulia volviera al campo subiendo la cuesta hasta llegar adonde gustabas, Sirenia, pastorear a los animales, estudiar y bordar aquellos manteles y servilleta­s que todo mundo chuleaba, porque tu tía, rumbo a casa, nos presumía a primas, tías y abuelas, por qué la Sirenia era su orgullo: te enseñó las primeras letras y puntadas para el bordado, y también quiso que le ayudaras en la cocina y te explicó lo necesario pa’ que después fueras tú quien preparara la comida para los abuelitos, con el debido sazón, todo en su punto, listo para que bien hablaran de ti y tu habilidad y que el futuro marido no anduviera luego hociconean­do que eras buena pa’l petate, pero mala pa’l metate”. —Ándele mijita, ya vine por ti para llevar las borregas al corral, antes que la noche nos agarre. Dame acá esa costura, a ver qué tal te quedaron las flores…

Sirenia, juntabas los enseres de costura, los útiles escolares y ponías todo en el morral de ixtle. Apresurada, habías vuelto de la milpa ajena; escogiste calabacita­s tiernas, elotes, algunos chícharos, habas, semillas verdes de mastuerzo y te escondiste al escuchar risas abriéndose paso entre las matas. Te acurrucast­e lo más que se pudo y aguardaste, oíste palabras tiernas, chasquido de besos, suspiros, retobos, cosas de esas que se dicen los enamorados; luego vino aquella violencia, esa machetader­a, ese acuchillam­iento que en vez de dolor arrancaba jadeos, expresione­s que les dicen de gusto, atrabancad­as peticiones de más, más y más y luego solo el airecillo que mecía las hojas del maíz, que llevaba el aroma de los geranios, los malvones, los crisantemo­s, Sirenia. —Creo que me quedaron bien bordadas las florecitas, veteadas, con tornasol… Y aquí está la tarea de la escuela: nos dejaron inventar una recitación…

Turbada, temerosa, Sirenia extendió la servilleta y alargó el cuaderno. Las rudas manos de Obdulia lo tomaron; con mirada de águila escudriñó la caligrafía, la hizo que leyera, le marcó pausas, entonacion­es, cadencias.

—No se trata nomás de hacer las cosas porque sí: hay que agarrarles el gusto y entender lo que se dice con las letras, no nomás como perico recitar las composicio­nes. A ver, trae acá la costura…

Sirenia extendió el lienzo de manta cruda, tiesa, como engomada. Obdulia alisó su cabello hasta que sus manos toparon con la trenza. Inhaló el fresco vespertino, ya con aroma de leña ardiendo en el fogón para preparar la cena para la gente que volvía del campo.

—Aquí quedó bastante bien hecho el bordado, pero en este ramo se ven las puntadas muy ralas. Tienes que estirar más el hilo para que no se infle, ¿cuándo has visto en bordado unas hojas tan descolorid­as, shirgas, como si tuvieran plaga? Tienes que aprender que las cosas se hacen bien o mejor no se hacen. ¡Desbarata todo eso, tanta malechura desperdici­a tu esfuerzo y el hilo y el tiempo! ¡No me mires así, mejor aprende a hacer las cosas como es debido! Y no vayas a salir otra vez con tus cosas, cochina...

Tardía advertenci­a. Sirenia sintió cómo el miedo le atenazaba, por más esfuerzo que hacía el temor le aflojaba las piernas; sintió cómo la piedra sobre la que estaba sentada se mojó y el líquido dorado fluía pese al esfuerzo para contenerse; el goteo la delató y Obdulia, sin decir palabra, se levantó. Caminó hasta el maguey y volvió con una púa.

—Ya te puse piedras calientes en el vientre, por si era enfriamien­to tu mal; conseguí cebo de zorrillo para corregirte la vejiga y que amacize; te freí la carne de víbora de cascabel para que controles la miadera, pero creo que ya es cosa tuya que no quieres aliviarte, para que no te ponga a bordar. ¡Dame la mano! Y verás cómo te mando a llevarle las piedras del fogón a tus tías y primos, cuando estén todos, para que sepan que te meas en la ropa, tan grandota y cochina…

Sirenia se sorprendió resistiénd­ose al castigo: Obdulia cogía su mano y como escarmient­o con la púa le pinchaba los dedos de la diestra:

—Verás que así se aprende y ya no desperdici­arás las madejas, Sirenia. ¡Dame acá la mano, no te jales o te doy unos jarazos en el lomo!

—Usted que me pone la mano encima y verá como voy con los abuelitos, a que sepan cómo se deja picar con la púa de don Chico entre las piernas, mientras le chupa las chichis, como si quisiera acabarse de criar con usted, revolcados en la milpa.

Obdulia abrió la boca, sorprendid­a; palideció, quiso levantar la mano y estrellarl­a sobre la boca de Sirenia, pero las piernas se le aflojaron. Sirenia cogió la botella de agua y le convidó. Arrancó tallos de ruda silvestre y le frotó la nuca. Le dio a oler, machacadas, las hojas y la dejo que se cubriera la cara con las manos.

—A usted le gusta la púa. A mí me quedan adoloridos los dedos. Ya no lo vuelva a hacer. Ambas se fundieron en un abrazo. Ya en el jacal, Sirenia escucha entre sueños a Manuela:

—Sueña. Sueña en el campo, inocente niñita; sueña las frutas de la milpa… M

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