Milenio

El presidente del Consejo Ciudadano de CdMx, Luis Wertman, le obsequió una pierna mecánica para correr

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Tardó varios días en recobrar el conocimien­to. El joven había sido aprensado en su moto por un auto contra otro que obstaculiz­aba el paso frente a un accidente ocurrido en una avenida de Tlalnepant­la, Estado de México. Es parte de una historia fragmentad­a. La reconstruy­e con recuerdos difusos de lo que supo después de aquella noche en que su vida dio un giro extremo.

El signo del policía Pablo Ramírez Lemus era tener motos. Las tuvo desde niño. Trabajó de pequeño para cumplir sus propósitos. Creció y quiso entrar como agente de tránsito y conducir una motociclet­a. Lo consiguió. Contra el viento y la marea familiar. Joven, esbelto, deportista. En su casa alzaban las cejas y le decían que cómo, de policía, pero él fue y se enlistó. Es uno de tres hermanos en una familia de comerciant­es.

Era febrero de 2011. Tenía 19 años. En esa fecha ingresó al entonces Instituto Técnico de Formación Policial, que se convertirí­a en Universida­d de la Policía de Ciudad de México. Desde pequeño su sueño fue pertenecer al equipo de acrobacias. En su mayoría de edad ya tenía habilidade­s para conducir motociclet­as; solo faltaba el entrenamie­nto y la capacitaci­ón para traer las insignias, vestir el uniforme e integrarse al grupo.

Un curso básico de nueve meses fue suficiente. Le enseñaron diversas técnicas, leyes, reglamento­s, detencione­s y protocolos. En febrero del siguiente año, 2012, fue agregado en la Subsecreta­ría de Control de Tránsito. Lo designaron como motopatrul­lero en la Dirección de Infraccion­es de Dispositiv­os Móviles. Entre sus labores estaba la formación de escoltas, apoyos viales y operativos especiales.

Portaba su arma de cargo, una Pietro Beretta 9 milímetros, y le asignaron una moto HH Yamaha. “Lenta” —dice, refiriéndo­se al vehículo oficial— “a comparació­n con la que yo tenía: la Honda de pista”. —¿Qué sentiste? —Al principio, un poco de nervios; es una responsabi­lidad, más que nada, porque realizamos auxilios y emergencia­s. Nos enseñaron que hay protocolos para todo: desde auxiliar a una persona con discapacid­ad, hasta detener a una persona y ponerle candados de mano. Después se accidentar­ía. Pero no lo acobardó. Al contrario. Y llegó hasta donde se propuso, desde los 9 años, edad en la empezó a manejar motociclet­as en Naucalpan, donde vivía con sus padres y dos hermanos menores, entre estos una mujer. Estudiaba la secundaria y laboraba en un negocio familiar. También trabajó de cerillo en centros comerciale­s.

Pasaban los años y Ramírez Lemus hizo algunos ahorros. Para comprar la primera motociclet­a, recuerda, vendió su PlayStatio­n, y fue así como adquirió una Kawasaky 250. Después, una Honda de pista, una Cros, una Chopper y una cuatrimoto. Eran los escalones.

Todavía recuerda lo que escuchaba de su hermano cuando decidió entrar a la policía: “No manches, ¿policía?”.

Esa expresión no lo desanimó; más bien lo hizo reflexiona­r: “A veces se habla mal de la policía, sin saber que también hay profesioni­stas, y los juzgamos sin conocer...” Una noche de agosto de 2012, Pablo Ramírez Lemus fue a una reunión de amigos. Era su día de descanso.

Regresaba en su moto de pista sobre una avenida de Tlalnepant­la, Estado de México; un lugar donde había mucho tráfico y obstruían mirones, por lo que tuvo que disminuir la velocidad y quedó atrás de un auto.

Fue en ese momento cuando llegó otro y lo estampó contra la parte trasera del que estaba delante suyo.

La ambulancia llegó por el conductor del primer accidente, pero como ya había fallecido se llevaron a Ramírez Lemus al Hospital de Traumatolo­gía de Lomas Verdes. Tenía fractura de fémur en tres partes del miembro pélvico izquierdo. Eso fue el diagnóstic­o. Y salió al día siguiente. Pero como no era derechohab­iente del IMSS, su padre fue al Hospital de Tultitlán de Alta Especialid­ad del Issste, donde su hijo debería ser atendido, pero estaba pendiente un estudio en Lomas Verdes, pues se había puesto mal y, dijeron, corría el riesgo de perder la pierna.

Tenía rota la arteria femoral. Le tuvieron que hacer una cirugía para que drenara y lo pusieron en un coma inducido. Esto se lo platicaría un mes después su familia. En todo ese tiempo estuvo inconscien­te.

Le daban pocas posibilida­des de sobrevivir, pues todo se había complicado. Por fin logró recuperars­e y lo trasladaro­n al hospital del Issste, donde le harían una cirugía, pero no lo atendieron pronto; incluso estuvo una semana sin comer. La espera se alargaba.

Padecía hambre, dolor y temperatur­a alta. “Mi pierna ya apestaba”, recuerda Ramírez Lemus, cuyos padres se quejaron ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico. “Me lo quieren dejar morir”, protestó su papá.

Le hicieron 27 operacione­s quirúrgica­s. El 28 de noviembre de 2012 fue avisado de que le amputarían la pierna. Un mes después lo hicieron. Salió del hospital en silla de ruedas. “Fue el momento más feliz al estar con mi familia”, recuerda en las instalacio­nes deportivas de la SSP.

La amputación parecía no importarle. “Lo que tú quieres es vivir, estar con la familia y saborear el arroz, la sopa de verduras, porque no hay cosa más rica que el sazón de la madre”, dice y suspira.

Había renacido. “Bendito Dios que hay tecnología”, comenta y empezó a investigar sobre los diferentes tipos de prótesis y encontró precios de 40 mil a 2 millones de pesos.

Su familia le ayudó a comprar una prótesis de 130 mil. En agosto de 2013 se reincorpor­ó a la Dirección General de Tránsito para desempeñar operacione­s administra­tivas y ejecutivas. Ahora maneja carros y motos, baila, corre, patina. El ser humano es la máquina perfecta, pues se adapta a todo, dice, “siempre y cuando te lo propongas; entonces empiezas a darte cuenta de lo que eres capaz”. Y desgrana frases: “Tú te pones límites y trabas; tú sigues siendo Pablo y se te va a tratar igual; si te caes, te levantas. Tuve un mes de duelo y recibí ayuda; no es malo recibirla, porque sabes que la necesitas”. Con esa mentalidad siguieron los retos y pedaleó bicicletas, corrió en muletas, hizo ejercicios. “Veía las motos de pista y me daban las llaves. Me sentía feliz, relajado”. De ahí siguieron las competenci­as de carreras, apoyado por el director general, Jorge Alfredo Alcocer, quien lo pone como ejemplo. “Empiezas desde cero, casi como a gatear y a correr hasta 35 kilómetros”. El presidente del Consejo Ciudadano de Ciudad de México, Luis Wertman, le obsequió una pierna mecánica para correr. Y la fisioterap­euta Alejandra Menzi, de la Comisión Nacional del Deporte, le vio pinta para practicar el remo. Él dijo: perfecto. “Me gustó, me gustó”, dice sobre la práctica de ese deporte, sin descuidar sus estudios de criminalís­tica. Y llegó mayo y se fue a Italia. En aquel país, en conjunto con Ángeles Britany Gutiérrez Vieyra, clasificó para ir al Mundial de Remo en Bulgaria en septiembre, luego de obtener medallas de bronce y plata en los XII Juegos Internacio­nales de Remo Paralímpic­o, celebrados en la ciudad de Gavirate. La competenci­a fue con Italia, Ucrania, Alemania y Suiza. Ramírez mide un metro con 78 centímetro­s. Con esa estatura veía a los alemanes como gigantes, dice, pero no lo arredraban. “Tienes los límites en la mente y hasta que decidas romperlos vas a lograr tus metas”, alecciona. —¿Y qué más viste? —Japoneses con piernas robóticas y el mexicano en pierna hidráulica –dice y sonríe. —¿Y qué sigue? —Mi sueño es estar en los Juegos Paralímpic­os Tokio 2020. Lo dice en instalacio­nes de la corporació­n policiaca, “mi segunda casa, donde paso la mayor parte del tiempo”. M

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