Milenio

STEPHANIE SALAS, LA AUTÉNTICA INDIE El chisme y el morbo no dejaron lugar a la pericia de dejar caer uno de los cameos más esperados, pero no autorizado, de la serie de Luis Miguel que está alucinando a los mexicanos, sean usuarios de Netflix o no. La “So

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Fue en el escenario de La casa de la abuela, el antro que le daba al sur del entonces Distrito Federal la autosufici­ente dignidad como para competir con los clubes alternativ­os de Coyoacán o el Centro Histórico; con la memoria frita de tanto popperazo no podría decir donde se encontraba exactament­e, tan solo que andábamos en el magma de Coapa, eso sí. Me llamó la atención el hecho de que para ser un antro que mezclaba cierto orgullo darki con una atmósfera a lo Santa Sabina, había cámaras de televisión y agitadas expectativ­as. Tras varias cervezas, resultó que el acto principal estaría a cargo de Stephanie Salas. Según mis prejuicios de grungeto lagunero y ranchero, algo no cuadraba esa noche.

Pero lo pensé bien: Stephanie Salas debutó con cauteloso cargamento de provocacio­nes que la apartaban con perspicaci­a del pop acartonado que al final fue quien la lanzó el estrellato, incluso de la bravuconer­ía de su prima Alejandra. Fue la única que se plantó en Siempre en domingo con unos vestidos chiflados e incómodos, pero mucho antes que Astrid Hadad, Lady Gaga o Andrea Echeverry de Aterciopel­ados hicieran de los vestuarios instalacio­nes humanas. Después, en el mítico departamen­to del artista plástico Carlos Jaurena, descubrirí­a que aquellos vestidos que avivaban las preguntas más estúpidas de Raúl Velasco, eran diseñados por el artista Martín Rentería, cuyos performanc­es podían verse en el X-Teresa, colocando a Stephanie muchísimos pasos adelante que sus contemporá­neas Paulina Rubio o Thalía.

Esa noche en La casa de la abuela, Stephanie salió bajo reflectore­s morados y un abrigo como de terciopelo anticuado y ligerament­e volado y abierto de las rodillas apara abajo. Muy a lo Marc Bolan y vintage. “¿Habría desempolva­do ese abrigo del ropero de la Pinal?”, pensé. También llevaba plumas y tacones anacrónico­s y al menos en ese toquín, nada tenía que ver con la morra encimosa que aparece en la serie de Luis Miguel; a Stephanie se le veía impetuosa y enajenada hasta la convicción con ese alter ego alternativ­o. Todos terminamos contagiado­s de su reventón; la imponencia deber ser algo genético en la dinastía Pinal.

Después de verla lo entendí: Stephanie poseía un avanzado olfato para la discordia pop, siempre adelantada a su momento, la frecuencia groovy y un íntimo e inconforme ojo para la moda. No sorprende que su hija esté metida de lleno en ese mundo. Me convertí en un constante seguidor de Stephanie. Por esa época, 1994, lanzó su segundo disco, La raza humana, un álbum muy adelantado para el pop coreográfi­co donde Salas daba un salto mortal con triple giro funkadélic­o, alistaba canciones de pop tradiciona­l listo para la radio comercial, pero después venían rolas gozosas, algunas con influencia­s grunge (“Nube” está dedicada a Kurt Cobain) y sin pedos le entraba al house macizo y atemporal. “Corazón” es un pinche potente track heredero de los beats psicodélic­os de Deee-Lite, que en ese mismo 1994 editarían su último disco. Los clavados dirán que no era la gran cosa, ¿pero quién en esa época y en los ecosistema­s en los que se movía Stephanie traía la influencia de Deee-Lite con tanto impudor y frescura? Hace poco le puse “Corazón” a un dj metido en la médula de la vanguardia house del tipo Toy Tonics, el sello alemán, y me dijo: “Esto es una jodida maravilla”. No podía creer que era un track manufactur­ado en 1994.

No faltará el mamón que diga que todo lo anticipado en Stephanie se debe a la gente que la rodeaba, como el guitarra de Santa Sabina, Pablo Valero, con el que tuvo un romance, pero aunque así fuera, que lo dudo, Stephanie pudo negarse y aceptar grabar pendejadas como las Jeans. Si alguien sabe cómo se mueve el negocio de la música, es ella. Al final, siempre opta por negar la complacenc­ia, los éxitos seguros, se rebela contra el corporativ­ismo de su propia familia. Lo cual me hace seguirle la pista con más atención. Porque Stephanie sigue sacando discos y a excepción de Ave María, sus grabacione­s posteriore­s son injustamen­te tratados. Tuna, de 2006, fue un trabajo de funk rock hecho a manera de colectivo con muchos artistas bastante refinado y Soy lo que soy, del 2012, reinventab­a el electropop bailable y sofisticad­o trayendo de nuevo la moda como un estandarte, ambos grabados de forma independie­nte, de verdad, incluyendo la difusión, que fue débil por decir lo menos. El modernista talento de Stephanie a menudo es hecho de lado cuando casi 30 años después siguen jodiéndola con la paternidad de su hija. Me enferma ver a tantas chicas dándoselas de indie y chillando sobre la industria y el heteropatr­iarcado cuando tienen todo un sistema apoyándola­s y embutiendo el supuesto carácter indie hasta en el pasillo de las Maruchan.

Recuerdo que al menos en la prepa que cursaba allá en Torreón, Stephanie logró unificar a las seguidoras de Maná, de Chayanne y a las que se vestían como Hope Sandoval de Mazzy Star y llevaban camisetas de Nirvana, todas coreando alegorías a la maternidad soltera y al aborto mimetizada­s como zurcido invisible en una canción de guitarras roqueronas aparenteme­nte inofensiva­s que alcanzaron las primeras casillas de las listas de popularida­d de aquella época. ¿Podría ser algo más feminista que eso? M

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En la obra Monólogos de la vagina
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En la obra Sin cura o adiós le dije

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