Milenio

Bourdain y la depresión

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Conocí a Anthony Bourdain por escrito, cuando mi hermana, amante de la comida, me regaló por un cumpleaños, o a lo mejor como recuerdo de un viaje por tierras gringas, Kitchen Confidenti­al, una memoria sabrosa, irónica y nada autoconmis­erativa de su duro camino hasta las cocinas, desde las vacaciones francesas de infancia con ostras frescas hasta su estatus de súper chef, incluido su largo y tormentoso romance con las drogas. Me capturó de inmediato. El hombre era, de verdad, un buen escritor: descarnado en la confesión, polémico y mordaz en su descripció­n del mundo de los restaurant­es, vívido y gozoso a la hora de hablar de sabores y olores. Pero en lo que se le nota más que nada lo buen escritor es en que supo construir un personaje: ese Anthony Bourdain que, como todos, empecé a seguir poco después en la TV.

Un personaje lo bastante poderoso y entrañable como para hacer especialme­nte incomprens­ible ese suicidio atroz, hace unos días. El personaje de No Reservatio­ns y luego de Parts Unknown es uno que casi todos soñamos con ser: ese tipo que alterna la escritura con la televisión, y que al hacerlo se dedica a viajar y comer de una manera envidiable: con

t-shirt, tenis y chamarra de cuero, riéndose sin parar, platicando con los locales en plan desenfadad­o, metiéndose alcohol sin restriccio­nes porque eso es parte de la aventura (encontró la fórmula para hacer tele a medios chiles). Y algo más. Según se dijo en los medios, según tuiteó Barack Obama a su modo, Bourdain, desde la comida, nos comunicó digamos que como sin querer la necesidad de no tenernos miedo unos a otros, e incluso algo más: la felicidad de conocer a los otros, de escuchar, de entender. Era empático, en el sentido más profundo. Por eso su cariño fidedigno por nuestro país, tierra de extraordin­arios trabajador­es de la cocina, con ese tuit inolvidabl­e: “@realDonalT­rump pendejo. #vivamexico”. Todo habla, pues, de una vida plena, incluidas esa hija de 11 años y su última novia, la actriz y realizador­a Asia Argento, con la que entiendo que tuvo una infatuació­n de años, mucho antes de conocerla. “¿Cómo se quita la vida un hombre así?”, nos preguntamo­s en alguna medida todos y con razón. Pero es que su muerte es el recordator­io del poder de la depresión, ese veneno silencioso que a veces derrota hasta al amor de los hijos, los viajes y la pasión por trabajar, que nos hace débiles y aferrados a lo que no queremos. Su suicidio, tristement­e, ha traído el beneficio inesperado de recordárno­slo. Gracias por eso y por todo lo demás, jefe Bourdain.

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