Violencia, ¿hasta cuándo?
Reducir ese flagelo debe ser tan prioritario como combatir la corrupción
Cuando la violencia ya está normalizada o, quizá más grave, ignorada, la novedad de este año es el asesinato de políticos. La conjunción de tres fenómenos: a) una ola de violencia imparable desde 2015, b) el proceso electoral de mayores dimensiones de la historia del país (3 mil 500 puestos de elección con más de 15 mil candidatos e igual número de campañas) y, c) el casi total desentendimiento del problema por parte del gobierno federal y de la mayoría de los estatales han sido los factores de este nuevo drama, que afecta ya a más de 100 hombres y mujeres que deseaban obtener un puesto de representación popular o eran servidores públicos.
Pocos fenómenos sociales tan disruptivos como la violencia. Más si se trata de una violencia homicida masiva, como la que sufre México desde hace más de una década, pues las consecuencias son aún más atroces: la pérdida irreparable de miles de vidas. No es una exageración afirmar que México, con cerca de 200 mil asesinatos en los últimos 12 años y varias decenas de miles de desaparecidos es un país en duelo. Y es un duelo social, colectivo, que no se ha reconocido como tal, con excepción de los movimientos de víctimas y desaparecidos, pero que afecta a muchas ciudades y regiones del país. Atender el justo reclamo de justicia de los familiares de los asesinados y desaparecidos sería el comienzo de un largo proceso de reconstrucción de las comunidades y familias afectadas, para que el odio y la sed de venganza no queden incubadas en gran parte del territorio nacional.
A esas miles de comunidades y familias que han visto destrozados su entorno cotidiano y su futuro por la violencia debe añadirse el efecto disruptivo en las economías locales de la extorsión, que no es otra cosa que un impuesto ilegal que pagan miles de micro, pequeñas, medianas y grandes empresas al crimen organizado, un actor que juega un papel distorsionador de la actividad económica ya que hace las veces de autoridad (imponer impuestos, regular a los productores, etcétera), de proveedor de bienes ilegales (gasolinas robadas, por ejemplo), de ladrón (robo de camiones creciente) y de socio de muchas empresas a las que obliga a operar como lavadoras de dinero.
Así, el poder disruptivo de la violencia es expansivo: destroza las vidas de las víctimas, despedaza las de sus familiares y comunidades; del duelo personal al duelo social; somete a miles de empresas al dominio del terror y la depredación que significan la extorsión y los hurtos de todo tipo, además de que hace florecer economías criminales (trata de personas, de indocumentados, contrabando, narcotráfico, etcétera) y nulifica al poder regulador del Estado.
Finalmente, le toca a la política y a la democracia. En su ansia expansiva y de dominación, las organizaciones criminales han sometido y puesto a su servicio a muchas instituciones estatales: ayuntamientos enteros, policías municipales, ministerios públicos, jueces, cárceles. Distorsionar la función de esas instituciones tiene consecuencias fatales: la tragedia de los estudiantes de Ayotzinapa es la más conocida, pero no la única ni las más grave. Asesinar candidatos, como lo analizó en un maravilloso texto Jesús Silva Herzog, nulifica la democracia. Es el voto de las balas para eliminar contendientes, aterrorizar al resto y someter el poder político al criminal. Tanto esfuerzo para hacer real la democracia, para que un puñado de criminales la elimine tan fácilmente, ante la mirada indiferente de la sociedad y la omisión imperdonable de las autoridades.
Reducir la violencia debe ser tan prioritario como combatir la corrupción. El nuevo gobierno no debe cometer el error de creer que haciendo lo segundo, la primera se reducirá en automático ni tratar de ocultarla con política social o manejo mediático. Hacerlo le facilitaría continuar destrozando todo. M