Cuando la corrupción se haya extinguido
Si la corrupción no fuera la causa más perversa y estructural en el diagnóstico de inequidad y violencia al que parecemos destinados los mexicanos, ¿tendremos a quién o a qué culpar del resto de nuestros males? Me temo que sí.
Negar el impacto que la corrupción tiene sobre los resultados de los gobiernos sería absurdo. Minimizar que es monstruo de mil cabezas que destruye lo que hay a su paso, es irresponsable. Sin embargo, asumiendo las implicaciones varias que la corrupción tiene sobre los sistemas que sostienen al Estado, las dramáticas condiciones en las que está la mayoría de los habitantes de nuestro país requieren de un diagnostico multicausal para asegurarnos de que las soluciones tengan largo alcance. La corrupción, aunque es el más grande de nuestros males, no es el único.
Aunque comparto y me entusiasma escuchar “el combate a la corrupción” como una solución estructural, por lo pronto esbozada en las campañas y esperemos pronto desarrollada en los gobiernos, mentiría si no comparto mi preocupación de que se obvien otros problemas que no necesariamente se resuelven controlando el comportamiento de quienes se sienten atraídos por la tranza y el dinero mal habido. Las y los que han trabajado un buen tiempo en la administración pública no me dejarán mentir: la corrupción carcome las instituciones, pero otros elementos aportan humedad activa a su deterioro.
Mencionaré solo algunos que he experimentado en carne propia: la sobrerregulación que genera cotos de poder y laberintos de ventanillas de atención innecesarias. El exceso de burocracia en los trámites, invocado por los ánimos de quienes disfrutan encontrar razones para negar un servicio o para torturar a quien tiene derecho a recibirlo. La práctica cotidiana del menor esfuerzo que avala a quienes prefieren evitar la fatiga antes que comprometerse a ofrecer respuestas oportunas y efectivas para atender las necesidades de las y los ciudadanos. La duplicidad de funciones en fueros federales y locales que atrapan al ciudadano en el abismo de la indefensión por el deslinde de las instituciones. La resistencia a la digitalización armónica, más no homogénea de las políticas públicas gubernamentales. La centralización de la procuración de justicia. La ausencia de consecuencias penales para castigar el deficiente desempeño de los servidores públicos. La inversión de creatividad empleada en deslindar responsabilidades públicas.
Es indispensable abordar estas problemáticas con una estrategia de combate a la ineficiencia que sea paralela al combate a la corrupción. Partamos de que, en el mejor de los escenarios, el combate a la corrupción tome más de un sexenio para dar resultados, así que no está de más emprender otras acciones puntuales que abatan la ineficiencia “voluntaria” en la Administración Pública Federal y local.
Lo que es un hecho es que tanto el combate a la corrupción como el combate a la ineficiencia no serán nunca una realidad mientras que la estrategia tenga como oferta de arranque la impunidad y la tolerancia al abuso de poder. M