Milenio

Cuando la corrupción se haya extinguido

- MAITE AZUELA

Si la corrupción no fuera la causa más perversa y estructura­l en el diagnóstic­o de inequidad y violencia al que parecemos destinados los mexicanos, ¿tendremos a quién o a qué culpar del resto de nuestros males? Me temo que sí.

Negar el impacto que la corrupción tiene sobre los resultados de los gobiernos sería absurdo. Minimizar que es monstruo de mil cabezas que destruye lo que hay a su paso, es irresponsa­ble. Sin embargo, asumiendo las implicacio­nes varias que la corrupción tiene sobre los sistemas que sostienen al Estado, las dramáticas condicione­s en las que está la mayoría de los habitantes de nuestro país requieren de un diagnostic­o multicausa­l para asegurarno­s de que las soluciones tengan largo alcance. La corrupción, aunque es el más grande de nuestros males, no es el único.

Aunque comparto y me entusiasma escuchar “el combate a la corrupción” como una solución estructura­l, por lo pronto esbozada en las campañas y esperemos pronto desarrolla­da en los gobiernos, mentiría si no comparto mi preocupaci­ón de que se obvien otros problemas que no necesariam­ente se resuelven controland­o el comportami­ento de quienes se sienten atraídos por la tranza y el dinero mal habido. Las y los que han trabajado un buen tiempo en la administra­ción pública no me dejarán mentir: la corrupción carcome las institucio­nes, pero otros elementos aportan humedad activa a su deterioro.

Mencionaré solo algunos que he experiment­ado en carne propia: la sobrerregu­lación que genera cotos de poder y laberintos de ventanilla­s de atención innecesari­as. El exceso de burocracia en los trámites, invocado por los ánimos de quienes disfrutan encontrar razones para negar un servicio o para torturar a quien tiene derecho a recibirlo. La práctica cotidiana del menor esfuerzo que avala a quienes prefieren evitar la fatiga antes que compromete­rse a ofrecer respuestas oportunas y efectivas para atender las necesidade­s de las y los ciudadanos. La duplicidad de funciones en fueros federales y locales que atrapan al ciudadano en el abismo de la indefensió­n por el deslinde de las institucio­nes. La resistenci­a a la digitaliza­ción armónica, más no homogénea de las políticas públicas gubernamen­tales. La centraliza­ción de la procuració­n de justicia. La ausencia de consecuenc­ias penales para castigar el deficiente desempeño de los servidores públicos. La inversión de creativida­d empleada en deslindar responsabi­lidades públicas.

Es indispensa­ble abordar estas problemáti­cas con una estrategia de combate a la ineficienc­ia que sea paralela al combate a la corrupción. Partamos de que, en el mejor de los escenarios, el combate a la corrupción tome más de un sexenio para dar resultados, así que no está de más emprender otras acciones puntuales que abatan la ineficienc­ia “voluntaria” en la Administra­ción Pública Federal y local.

Lo que es un hecho es que tanto el combate a la corrupción como el combate a la ineficienc­ia no serán nunca una realidad mientras que la estrategia tenga como oferta de arranque la impunidad y la tolerancia al abuso de poder. M

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JORGE MOCH
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