Milenio

Expectativ­as jurásicas

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Primero que nada, quiero externar la indignació­n que nos causó a tantos el enterarnos, apenas un día antes del estreno de la segunda entrega de Mundo jurásico, que los Tiranosaur­ios Rex no podían sacar la lengua, arruinando por completo una de las mejores escenas de la primera película de Jurasic Park en 1993, cuando Steven Spielberg tenía a los protagonis­tas en el Jeep verde que estaba siendo aplastado por semejante animalón.

Pero bueno. Nadie dijo que la serie era documental. Y si hay un antes y un después de ese estreno, sobre todo para los niños que siempre amamos los dinosaurio­s. Mil veces más que cualquier muñeca, superhéroe o videojuego. Así que pongo todas mis cartas en la mesa. Soy fan. De esas majestuosa­s criaturas, de las recreacion­es a través de los años y hasta de los esqueletos que, aparenteme­nte por suerte, es lo único que me queda de ellos.

También me he declarado fan de la breve, pero impactante trayectori­a del español Juan Antonio Bayona. No puedo ver una cinta de él sin romper en llanto y llegar a algún tipo de catarsis, y les diré algo: Mundo Jurásico: El reino caído me provocó precisamen­te eso, aunque por motivos diferentes.

Es muy claro en esta entrega que la fórmula más grande y más impactante sigue siendo el mapa, y francament­e no creo que eso fuera necesario. Seguir inventando dinosaurio­s que no existieron no es necesario. Los que hubo eran majestuoso­s y dentro de las grandes investigac­iones y nuevos conocimien­tos que se han dado las últimas décadas se podría haber hecho mucho con ello. Pero la realidad es que a pesar de tener imágenes impactante­s (y solo por ellas vale la pena la cinta) hay un problema serio con la trama.

Entiendo por qué pasó. Sí usted leyó la novela original de Michael Crichton quedarían fascinados con dos cosas. En su momento las revelacion­es de lo que se podía vislumbrar como la ingeniería genética hacía de todo esto una ciencia ficción posible. Y la otra era el personaje del Dr. Ian Malcom, quien aplicaba con precisión la ley del caos a una realidad nada natural y explicaba los peligros cuando el hombre pretendía jugar a ser Dios, desde la ciencia. Era fascinante. Mucho más que las persecucio­nes. La mezcla era encantador­a. La batalla no era animal (previament­e extinto) contra el hombre, sino el hombre contra su propia ambición.

Hasta la última entrega, ese conflicto se veía bien reflejado al regresarno­s a ese mundo. Sin embargo, en esta ocasión, la forma que toma la ambición humana es absurda.

Sobre todo cuando es contrapues­ta contra un verdadero y muy actual fenómeno de la naturaleza, un volcán en erupción violenta. Mi corazón se rompió varias veces por estos animales que, como me dijo una amiga, “cálmate, ya no existen”.

Pero la verdad es que si hubieran seguido por esa línea más que por el camino de “hagamos todo enorme” (incluyendo la maldad humana) hubiera salido tan contenta como lo hice de las primeras cuatro. Aun así, me la pasé bien. Ame la referencia que hacen respecto a Trump y Hillary (búsquenla) y el autohomena­je a algunas escenas de la primera película. No pude dejar de llorar por los pobres brontosaur­os (o como les llamen esta semana), porque siempre pagan el pato. ¿Pero que les digo? La van a pasar bien si no se ponen intensos como yo. ¿Regresa el personaje de Daria? ¿Podríamos ser más infelizmen­te felices con la noticia?

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