Milenio

o Héctor Rivera

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Matteo Salvini, el ministro del Interior italiano, aparece a menudo en las fotografía­s luciendo su bien cuidada dentadura, pero detrás de su sonrisa alegre se encuentra un hombre que echa mano fácilmente de las expresione­s agresivas. Uno de los últimos personajes que han probado el filo de su lengua es el presidente de Francia, Emmanuel Macron. Es “un señorito educado que se ha excedido con el champán”, acusó hace poco en un acto de masas que aprovechó para tirarle otras dos o tres patadas al mandatario galo. Las relaciones entre ambos políticos no son para nada amables, como puede verse, pero en esta zacapela reciente el político italiano tomó ventaja al echarle en cara a Macron su vocación aristocrát­ica y su falta de popularida­d.

Macron tomó posesión de la presidenci­a francesa hace poco más de un año, en mayo de 2017. Había llegado al Palacio del Elíseo con la imagen de un presidente joven, preparado y dispuesto a conciliar a las fuerzas políticas en efervescen­cia tras las intensas jornadas electorale­s. Muchos franceses celebraban su historia personal, la de un muchacho que había huido con su profesora en una secundaria de jesuitas para niños ricos, 24 años mayor que él y casada, madre de tres hijos. Era una suerte de modelo liberal entregado al amor loco.

Un año después, Macron ha terminado por revelarse como un malhumorad­o joven de ideas rancias, no muy querido en su país. Así lo demuestra su popularida­d, que ha caído 12 puntos en el curso del año para colocarse en 40 por ciento. Y no solo eso: ahora la prensa, lejos de celebrar sus audacias amorosas juveniles como antes, le atiza con mucha frecuencia por cualquier motivo.

Hace unos días, por ejemplo, la noticia de que la pareja presidenci­al francesa había adquirido una vajilla nueva en una tarde de compras locas, para sustituir la que se emplea en el Palacio del Elíseo en ocasiones especiales, que data en buena medida de los tiempos del presidente Jacques Chirac, dejó a los ciudadanos con la boca abierta y un dolor agudo en los bolsillos. Alguien habrá recordado los tiempos aquellos en que los franceses se quejaban ante sus monarcas del hambre que sufrían y recibían como displicent­e respuesta: pues coman pasteles. La prensa gala reseñó entonces que el señor y la señora Macron gastaron nada más entre 400 y 500 euros por cada uno de los mil 200 platos que integran un servicio confeccion­ado por la célebre casa Sèvres. Es decir, los inquilinos del Palacio del Elíseo gastaron medio millón de euros en los platos en que comerán la sopita con sus invitados en sus fiestas de élite.

Fundada en 1740 bajo el reinado de Luis XV, la prestigios­a casa Sèvres tiene unos 170 años atendiendo las necesidade­s del Elíseo, pero no es la antigüedad de los fabricante­s de la vajilla lo que les ha puesto los pelos de punta a muchos, sino los colores que se han empleado para decorarla, que recuerdan los tintes tradiciona­lmente empleados para la monarquía.

Mientras los franceses se sorprendía­n con la capacidad de compra de la pareja presidenci­al a costillas de los impuestos que pagan todos, Macron denunciaba en sus discursos “el dineral de locos” que el Estado gasta en subsidios a los programas sociales.

Y no solo eso. La familia presidenci­al cuenta con una residencia vacacional en la Costa Azul que el año pasado no ocupó. Macron y su esposa decidieron en esa ocasión pasar sus vacaciones de verano cerca de Marsella, pero una turba de fotógrafos clandestin­os les echó a perder la fiesta. Regresaron frustrados y enojados. Se propusiero­n entonces vacacionar este año en aquellas instalacio­nes oficiales que habían desdeñado, al sur de Francia, conocidas como el Fuerte de Brégançon. Solo que la sensación de ser espiados no se apartaba de su ánimo. Ni modo de echarse a nadar entre la pelusa. Se les ocurrió finalmente la construcci­ón de una piscina, a costillas también de los contribuye­ntes. La estarán inaugurand­o dentro de poco ante la mirada atónita de los franceses.

Al mismo tiempo, la pareja presidenci­al ha dejado ver su gusto por el empleo del avión oficial cada vez que hacen un viaje, por pequeño que sea. Emprenden el vuelo aun para travesías de una hora o menos, mientras sus más cercanos los llaman a la cordura y la austeridad. Pero los Macron no hacen caso. Acaban de decidir en cambio la remodelaci­ón del Palacio del Elíseo con un equipo de diseñadore­s jóvenes. Que desean fusionar lo clásico con el siglo XXI, dicen.

Parece claro: en realidad quieren vivir como reyes.

No es este pequeño gasto o aquel otro, sino la acumulació­n de las erogacione­s lo que tiene sorprendid­os a los franceses. Ruegan a Dios que no desfonden las arcas públicas.

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Emmanuel Macron y su esposa.

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