EL TORMENTO DE UN PADRE
Prisioneros en su misma muerte. Así deambulan —nunca un verbo tan preciso— los personajes de la novela de George Saunders, Lincoln en el Bardo, confinados en el cementerio de Oak Hill, donde el presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, acaba de sepultar, desgarrado por el dolor, el cuerpo inerte de su hijo Willie (11 años). Una escena de suyo dramática, y que imaginación y construcción literarias, sin dejar de lado el registro histórico, exaltan y llevan al lector a los mismos territorios de la muerte, las muchas muertes reunidas al llamado de la novela.
“Cuando se pierde a un hijo, el tormento que un padre es capaz de infligirse a sí mismo no conoce fin —recupera, de la bibliografía de la época, el novelista—. Cuando amamos, y el objeto de nuestro amor es pequeño, débil y vulnerable, y ha acudido siempre a nosotros y solamente a nosotros en busca de protección, y cuando esa protección, por la razón que sea, ha fracasado, ¿qué consuelo (qué justificación, qué defensa) puede quedar?”.
Conocedores de ese dolor, y ante la presencia del mismo Lincoln en el cementerio, una noche después de las exequias sus moradores (“en este sitio todos somos iguales”) ayudarán al recién llegado a transitar a nuevos estadios de no existencia. Y es que, así lo entienden y viven desde hace diferentes tiempos los allí ubicados, el paso por el cementerio debiera de ser momentáneo, a fin de alcanzar la verdadera eternidad. Un “lugar luminoso, libre de sufrimiento, resplandeciendo en una nueva fase de vida”, coinciden ellos con el dolido padre (asesinado tres años después).
Aun conocedores del suceso en la historia que fue la muerte del niño Lincoln (al presidente Juárez se le murieron cinco de sus 12 hijos, dos de ellos traídos embalsamados al país, luego de la errancia republicana), los lectores de Lincoln en el Bardo (Premio Booker 2017) descubrimos tanto el drama personal como su inserción en aquellos años, signado por el avance de la guerra civil estadunidense. Tiempos fastos, al nivel de los dolores humanos, que fueron reclamados al mismo presidente, quien, llegan a advertir las voces de la novela, habría descuidado la salud del pequeño William por atender una celebración en la Casa Blanca: “Un despliegue obsceno y excesivo en tiempos de guerra”.
En una única jornada nocturna (“tinieblas estigias como un peregrino internándose en un desierto sin caminos”), el padecimiento paterno (mundano) y las presencias (inmateriales) de los habitantes del cementerio concentrarán sus fuerzas en trazarle un destino al niño recién muerto (“Mecerme colgado de la lámpara de araña, permitido; subir flotando hasta el techo, permitido; ir a la ventana para asomarme afuera, ¡permitido permitido permitido!”).
Un camino para el pequeño William. Tal la voluntad de los habitantes del cementerio de Oak Hill, conscientes ya de la imposibilidad de “atarte un zapato, hacer un nudo en un paquete, una boca en tu boca, el final del día, el inicio del día, la sensación de que siempre habrá un día por delante”. Del saber que “la llamada de los somorgujos en la noche, el calambre en la pantorrilla en primavera, el masaje de cuello en el salón, el sorbo de leche al final del día”, nunca volverán. “¡Estamos todos muertos!”. m