Milenio

Las mayores catástrofe­s por lo general se anuncian en cámara lenta”, dice Vuillard

- *Historiado­r y profesor e investigad­or en la Universida­d Nacional Autónoma de México. Autor de Madrid, Turner, 2005. Su libro más reciente es México, UNAM, 2017. Twitter: @mojedareva­h

ignorado lo que ocurría en los campos de la muerte y que, por tanto, era cómplice de los crímenes de guerra del nazismo.

A lo largo de más de dos siglos EU se convirtió, a ojos de muchos, en el faro de la democracia para el mundo; un país de libertades, en donde todos, sin distinción pueden alcanzar el sueño americano. En palabras de la poeta Emma Lazarus, inmortaliz­adas en el pedestal de la Estatua de la Libertad: ¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas, que anhelan respirar en libertad”!

Dos guerras mundiales fueron acometidas por EU en nombre de la democracia, al igual que sucedió bajo la denominada Guerra Fría, cuando “América” se autoprocla­mó como el adalid del mundo libre, frente a las acechanzas del comunismo opresor. Tanto así, que en 1935 el escritor estadunide­nse Sinclair Lewis tituló su novela satírica sobre la hipotética implantaci­ón de un régimen fascista en EU, It can’t happen here (No puede suceder aquí). Muchos años después Philip Roth retomó la idea pesadilles­ca, en su Plot Against America/La conjura contra América, distopía en la que imaginó el triunfo de un Charles Lindbergh filo-nazi sobre Franklin D. Roosevelt en la elección presidenci­al de 1940.

Desde luego que Estados Unidos tuvo siempre sus horrores, como el linchamien­to de negros y mexicanos, el desprecio y la persecució­n de las distintas nacionalid­ades, como etapa previa a su integració­n en el melting pot, o crisol de naciones, su racismo inveterado contra chinks, japs, spiks, pollacks; el macartismo y su caza de brujas; la segregació­n racial; el apoyo a las dictaduras anticomuni­stas en América Latina y el Sudeste asiático, etcétera.

A partir de la década de los 60 del siglo pasado, todo eso pareció cambiar. El espíritu libérrimo de esa época provocó la lucha por los derechos civiles, la liberación de la mujer, la llamada revolución sexual, la acción afirmativa, la entronizac­ión de los derechos de las minorías sexuales, que desembocó en la corrección política y, en última instancia, en la llegada del primer

presidente afroameric­ano a la Casa Blanca.

Celebrada como excepciona­l por autores tan diversos como Alexis de Tocquevill­e, James Bryce, Harold Laski o Raymond Aron, la gran democracia estadunide­nse fue vista como modelo y aspiración por millones de personas en el mundo entero. Se ponderaba, sobre todo, su sistema de pesos y contrapeso­s y su defensa a ultranza de las libertades, que permitían conjurar la arbitrarie­dad y el exceso de sus gobernante­s.

En su reciente novelita, La orden del día, en la que recorre los pequeños hitos que condujeron, fatal y acaso inexorable­mente al mayor genocidio de la historia, Éric Vuillard, Premio Goncourt de 2017, sentencia sin acrimonia: “Las mayores catástrofe­s por lo general se anuncian en cámara lenta”. Ciertament­e, absortos en la ciénaga de lo cotidiano, en la somnolient­a sucesión del día y la noche, del moroso paso de las estaciones, apenas y nos percatamos que las grandes tragedias pueden cernirse en cualquier instante sobre nosotros. Desde noviembre de 2016, las puertas del infierno parecieron haberse abierto para la democracia estadunide­nse, tras el inesperado ascenso del magnate Donald Trump a la presidenci­a de ese país. Uno a uno, los límites impuestos por la corrección política, el decoro y aun la decencia han ido cayendo. Primero fueron las mujeres: “Cuando eres una estrella, te dejan hacerles cualquier cosa”. Después, los países pobres, como Haití o El Salvador, a los que se refirió de manera crudamente despectiva como shitholes, o estercoler­os. En la penúltima entrega de su repertorio de zafiedades, el rey venal à la Gombrowicz tachó a los inmigrante­s latinoamer­icanos que han tenido la osadía de llegar a Estados Unidos de “animales”. No se necesita ser demasiado perspicaz para saber que la animalizac­ión del otro, del diferente, ha sido, históricam­ente, el preludio al genocidio. Ahora, el gobierno estadunide­nse vuelve a superarse a sí mismo y ha traspuesto un nuevo límite, con la monstruosa práctica de separar a padres inmigrante­s de sus hijos y de enjaular a estos, en una violación flagrante y monstruosa de los derechos humanos, sin precedente desde los años 30, cuando los nazis adoptaron la práctica aberrante de segregar familias, antes de asesinarla­s. ¿Es posible condenar a un pueblo entero por las fechorías que comete su gobierno? Desde luego que no. ¿Puede contemplar el mundo pasivament­e la monstruosi­dad que hoy se perpetra en Estados Unidos? Clara y rotundamen­te, no. Así, parece deseable, pero sobre todo exigible, confiar que una sociedad vigorosa y participat­iva como la estadunide­nse, en un país en el que, a pesar de todo, prevalecen todavía los pesos y los contrapeso­s, se alce y proteste y ejerza presión contra los inaceptabl­es atropellos y aberracion­es de sus gobernante­s. Por su parte, el resto del mundo civilizado observa, pero, sobre todo, tiene que estar presto a llamar a cuentas al tirano, antes de que ocurra una tragedia irreparabl­e. No más apaciguami­ento. Nunca nos lo perdonarem­os. m

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