Las mayores catástrofes por lo general se anuncian en cámara lenta”, dice Vuillard
ignorado lo que ocurría en los campos de la muerte y que, por tanto, era cómplice de los crímenes de guerra del nazismo.
A lo largo de más de dos siglos EU se convirtió, a ojos de muchos, en el faro de la democracia para el mundo; un país de libertades, en donde todos, sin distinción pueden alcanzar el sueño americano. En palabras de la poeta Emma Lazarus, inmortalizadas en el pedestal de la Estatua de la Libertad: ¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas, que anhelan respirar en libertad”!
Dos guerras mundiales fueron acometidas por EU en nombre de la democracia, al igual que sucedió bajo la denominada Guerra Fría, cuando “América” se autoproclamó como el adalid del mundo libre, frente a las acechanzas del comunismo opresor. Tanto así, que en 1935 el escritor estadunidense Sinclair Lewis tituló su novela satírica sobre la hipotética implantación de un régimen fascista en EU, It can’t happen here (No puede suceder aquí). Muchos años después Philip Roth retomó la idea pesadillesca, en su Plot Against America/La conjura contra América, distopía en la que imaginó el triunfo de un Charles Lindbergh filo-nazi sobre Franklin D. Roosevelt en la elección presidencial de 1940.
Desde luego que Estados Unidos tuvo siempre sus horrores, como el linchamiento de negros y mexicanos, el desprecio y la persecución de las distintas nacionalidades, como etapa previa a su integración en el melting pot, o crisol de naciones, su racismo inveterado contra chinks, japs, spiks, pollacks; el macartismo y su caza de brujas; la segregación racial; el apoyo a las dictaduras anticomunistas en América Latina y el Sudeste asiático, etcétera.
A partir de la década de los 60 del siglo pasado, todo eso pareció cambiar. El espíritu libérrimo de esa época provocó la lucha por los derechos civiles, la liberación de la mujer, la llamada revolución sexual, la acción afirmativa, la entronización de los derechos de las minorías sexuales, que desembocó en la corrección política y, en última instancia, en la llegada del primer
presidente afroamericano a la Casa Blanca.
Celebrada como excepcional por autores tan diversos como Alexis de Tocqueville, James Bryce, Harold Laski o Raymond Aron, la gran democracia estadunidense fue vista como modelo y aspiración por millones de personas en el mundo entero. Se ponderaba, sobre todo, su sistema de pesos y contrapesos y su defensa a ultranza de las libertades, que permitían conjurar la arbitrariedad y el exceso de sus gobernantes.
En su reciente novelita, La orden del día, en la que recorre los pequeños hitos que condujeron, fatal y acaso inexorablemente al mayor genocidio de la historia, Éric Vuillard, Premio Goncourt de 2017, sentencia sin acrimonia: “Las mayores catástrofes por lo general se anuncian en cámara lenta”. Ciertamente, absortos en la ciénaga de lo cotidiano, en la somnolienta sucesión del día y la noche, del moroso paso de las estaciones, apenas y nos percatamos que las grandes tragedias pueden cernirse en cualquier instante sobre nosotros. Desde noviembre de 2016, las puertas del infierno parecieron haberse abierto para la democracia estadunidense, tras el inesperado ascenso del magnate Donald Trump a la presidencia de ese país. Uno a uno, los límites impuestos por la corrección política, el decoro y aun la decencia han ido cayendo. Primero fueron las mujeres: “Cuando eres una estrella, te dejan hacerles cualquier cosa”. Después, los países pobres, como Haití o El Salvador, a los que se refirió de manera crudamente despectiva como shitholes, o estercoleros. En la penúltima entrega de su repertorio de zafiedades, el rey venal à la Gombrowicz tachó a los inmigrantes latinoamericanos que han tenido la osadía de llegar a Estados Unidos de “animales”. No se necesita ser demasiado perspicaz para saber que la animalización del otro, del diferente, ha sido, históricamente, el preludio al genocidio. Ahora, el gobierno estadunidense vuelve a superarse a sí mismo y ha traspuesto un nuevo límite, con la monstruosa práctica de separar a padres inmigrantes de sus hijos y de enjaular a estos, en una violación flagrante y monstruosa de los derechos humanos, sin precedente desde los años 30, cuando los nazis adoptaron la práctica aberrante de segregar familias, antes de asesinarlas. ¿Es posible condenar a un pueblo entero por las fechorías que comete su gobierno? Desde luego que no. ¿Puede contemplar el mundo pasivamente la monstruosidad que hoy se perpetra en Estados Unidos? Clara y rotundamente, no. Así, parece deseable, pero sobre todo exigible, confiar que una sociedad vigorosa y participativa como la estadunidense, en un país en el que, a pesar de todo, prevalecen todavía los pesos y los contrapesos, se alce y proteste y ejerza presión contra los inaceptables atropellos y aberraciones de sus gobernantes. Por su parte, el resto del mundo civilizado observa, pero, sobre todo, tiene que estar presto a llamar a cuentas al tirano, antes de que ocurra una tragedia irreparable. No más apaciguamiento. Nunca nos lo perdonaremos. m