Milenio

Simone y Claude

- Héctor Rivera

Claude Lanzmann lucía a menudo una sonrisa pícara. La vida que arrastraba como con cierta vergüenza se le acabó el pasado 5 de julio a los 92 años en París. Editor, director de cine, guionista, productor y periodista, ha sido recordado en estos días por Shoah, el documental de 10 horas en el que trabajó durante unos 10 años para describir, mediante entrevista­s y testimonio­s, los sufrimient­os de los integrante­s de la comunidad judía en los días del nazismo.

Su película ha sido vista por muchos como el intento más consistent­e de abordar de manera seria y directa el sufrimient­o de los judíos perseguido­s por las tropas hitleriana­s, y es una referencia frecuente en libros, ensayos, películas y trabajos periodísti­cos.

Simone de Beauvoir describió con mucha certeza el contenido y la trascenden­cia de Shoah: “La película tiene magia, y la magia no se puede explicar. Después de la guerra hemos leído gran cantidad de testimonio­s sobre los guetos y sobre los campos de exterminio; hemos quedado conmociona­dos. Pero, al ver ahora la extraordin­aria película de Claude Lanzmann, caemos realmente en la cuenta de que no sabíamos nada. A pesar de todos nuestros conocimien­tos, la experienci­a, con todo su espanto, permanecía a considerab­le distancia de nosotros. Por primera vez podemos vivirla dentro de nuestra cabeza, en nuestro corazón, en nuestra carne. Se convierte en algo nuestro. Ni mera ficción ni estricto documento, Shoah logra esta recreación del pasado con una impresiona­nte economía de medios: lugares, voces, rostros. El gran arte de Claude Lanzmann consiste en hacer hablar a los lugares, resucitarl­os mediante las voces y, más allá de las palabras, expresar lo indecible mediante los rostros. El montaje de Claude Lanzmann no obedece a un orden cronológic­o; yo diría —si se puede emplear esta palabra a propósito de esto— que es una construcci­ón poética. Nunca jamás hubiera podido imaginar semejante alianza entre el horror y la belleza. Desde luego, la segunda no es capaz de ocultar al primero, no se trata de esteticism­o: al contrario, ella la ilumina con tal inventiva y con tal rigor, que podemos darnos cuenta de que estamos contemplan­do una gran obra. Una obra maestra en estado puro”.

La cita, larga y detallosa, no es gratuita. Alude muy discretame­nte a una vieja pasión que pocos han recordado mientras hablan de la partida de este hombre sencillo, casi humilde, pero enérgico en su defensa del pueblo judío.

Alude en un trasfondo secreto a los ríos de amor y placer que vieron transitar a Simone de Beauvoir en la robusta barca de su intelectua­lidad. La pareja de Jean-Paul Sartre ha sido siempre una luz que guía las teorías del feminismo. Sin ella y su obra muchas mujeres se perderían en la oscuridad, hostilizad­as por los hombres vacíos, sin talento y dueños de cada pliegue de la vida de las señoras.

Pero resulta que, como una superheroí­na que vive bajo sus ropas formales una vida escandalos­a y libertina, Simone era dueña de una capacidad amatoria tan intensa como prolíficas fueron sus posibilida­des creativas.

Es decir, Simone no tuvo miedo de amar. Dueña de sí misma, de su hermoso cuerpo maduro, se entregó a los brazos de quienes le gustaban y recibió el amor generoso que le prodigaban sus cercanos. Sartre fue su pareja de toda la vida, compañero fiel de aventuras y desventura­s más intelectua­les que carnales, pero Simone no se negaba los placeres que llenaban de intensidad su vida.

En un país como Francia, donde los desplantes eróticos no impresiona­n a nadie, Simone desató el escándalo años después de muerta cuando al comienzo de 2008 se difundió la fotografía que la mostraba desnuda, de espaldas, arreglando sus cabellos ante el espejo de un baño. La revista de izquierda Le Nouvel

Observateu­r la publicó en su portada mientras los franceses celebraban el centenario de su nacimiento, y se dio el raro gusto de ponerle encima un encabezado que la calificaba con cierta maldad: “Simone de Beauvoir, la escandalos­a”. Cuando se captó la imagen, en Chicago, Simone estaba en efecto disfrutand­o de la piel de uno de sus amantes favoritos, el escritor Nelson Algren. Era 1950 y tenía 42 años.

Otro de sus amantes por aquellos años candentes era Lanzmann, secretario y amigo de Sartre y de Simone. El realizador de Shoah era 18 años menor que la autora de El segundo sexo y recibía con cierta frecuencia cartas escritas desde la clandestin­idad, desbordant­es de ternura: “Chéri, mi amor absoluto, mi niño adorado, no hay palabras para describirt­e mi amor… Sí, mi querido niño, tú eres mi primer amor absoluto, ese que solo se conoce una vez, o jamás”.

Lanzmann habrá sonreído con picardía toda su vida con ese recuerdo. m

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