Disneylandia al acecho
Algo pasa con el turismo en Europa. Quienes en el pasado esperaban los cálidos días del verano para viajar a las antiguas tierras que acunaron al mundo se topaban con un abismo de sorpresas: transportes limpios y rápidos, vinos, licores y comidas, paisajes insólitos, vestigios históricos, referencias literarias, museos extraordinarios y un montón de placeres inéditos. En general, eran tratados con calidez y simpatía por los locales en el curso de un inevitable intercambio de ofertas y demandas.
De pronto distraían a los viajeros una pared de la Edad Media rayoneada con el nombre de un torpe turista británico, un empaque de papas fritas francesas y latas vacías de refrescos y cervezas alemanes cohabitando con vestigios del siglo XV, un tropel de turistas japoneses en una apacible abadía, un rincón en un castillo mágico convertido en clandestino sanitario. Claramente, el turismo ha sido siempre una amenaza, un fenómeno depredador, una suerte de manada devastadora que ha ganado terreno con el paso del tiempo.
Hoy el turismo deja su marca en los románticos puentes de París con candados que solo pueden ser retirados con violentos métodos cuando amenazan la estabilidad de los enrejados, en el saqueo de valiosas joyas arqueológicas, en la destrucción gratuita de obras de arte, en la suciedad en todas las formas posibles, en la destrucción a todos los niveles y, por si fuera poco, en la evasión de impuestos.
El fenómeno del turismo de verano comenzó a sufrir de manera clara las consecuencias de sus modos groseros cuando algunas autoridades españolas se empeñaron en poner un alto tajante a la renta entre particulares de casas y departamentos que ahorraba a los involucrados el pago de impuestos y perjudicaba claramente a la industria hotelera. En ciudades con grandes flujos de vacacionistas, como Barcelona, París y Madrid, las autoridades pusieron en marcha mecanismos de fiscalización que afectaban incluso los intereses de empresas trasnacionales muy establecidas en el negocio del hospedaje en domicilios particulares, como Airbnb. Los controles han obligado a quienes rentan sus propiedades a los turistas durante las vacaciones veraniegas a buscar fórmulas para hacer negocios sin compartir sus ganancias con el fisco.
Pero de cualquier manera las estadísticas están arrojado datos que les ponen los pelos de punta a las autoridades del sector. Tan solo en Barcelona se hizo evidente una disminución de 3 por ciento constante desde hace seis meses en la ocupación hotelera, con una caída en la facturación de 7.2 por ciento, que en algunos casos llegó a 10 por ciento. Además, el gasto promedio de los turistas disminuyó entre 2016 y 2017 de 406 euros a 362.
Ante semejante sucesión de terremotos, las autoridades del sector están comenzando a definir de manera clara sus intereses. No quieren turistas que no se alojen en hoteles establecidos, que no coman en buenos restaurantes, que evadan el pago de impuestos, que pidan descuento en todo, que gasten poco, que ensucian y roban lo que pueden. Quieren turistas generosos, gastalones, derrochadores, que no dejen su nombre pintarrajeado en las paredes ni hagan sus necesidades en todas partes.
Y tienen razón de alguna manera. Tal vez los flujos turísticos debieran ser regulados en el corto plazo. Hay ciudades hoy día que ya no soportan esta carga devastadora casi permanente. París, Roma, Milán, Madrid, Barcelona, Ciudad del Vaticano, Florencia y otras ciudades con peculiar atractivo turístico están a punto de reventar. Para enfrentar a estas hordas que arrasan con todo, Venecia ha puesto en marcha desde este verano un procedimiento más que drástico, aprovechando su situación geográfica. Las autoridades locales han dispuesto torniquetes en los accesos a la ciudad que regulan el flujo de visitantes. Cuando el cupo calculado comienza a ser rebasado simplemente se cierran. Quienes quedan fuera en primer lugar son los mochileros, los turistas de albergues que comen pizza sentados en la calle. Muchos vecinos de esta hermosa ciudad italiana han vivido hasta ahora en el terror. En muchos casos, el turismo los ha obligado a salir huyendo, a vender y rentar sus casas en la temporada alta.
Hay quien ve en la población veneciana una especie en vías de extinción, devastada por los turistas. La escritora estadunidense Donna Leon presentó hace unos días en España su libro La
tentación del perdón. Como sus tramas literarias suelen ubicarse en Venecia, alguien le preguntó entonces sobre el destino de esta ciudad que conoce muy bien. Respondió con la amenaza de un destino que muchos temen: “Se va a convertir en una ciudad de mentira, en una Disneylandia”.