De sus rituales podría enternecer al perro más cínico. Grita. Es la única forma de respeto del macho blanco heterosexual prepotente, el grito, el manotazo, la imposición
La comicidad medieval involuntaria
Los sonidos y olores de la mugrosa ciudad periférica no entran por su ventana, una apacible casa en una privada lo aparta de la realidad, ¿sus lectores? aficionados al futbol, ¿qué puede ser más popular que el futbol?, tal vez la virgen de Guadalupe. El problema no es la cultura popular, es la actitud despreciativa del “intelectual” hacia ella. No logra accionar correctamente la cafetera francesa Krups, “el café de la mañana”, el estúpido cliché del “escritor”, solo faltaría al lado de la taza de café la fotografía de un libro y un ridículo sombrero detectivesco para coronar la zafiedad. Claro, todos los escritores toman un café por la mañana. Nuestro privilegiado pensador en eterna lontananza, ignora que los mejores escritores no tienen un café, que enloquecidos gritan entre diminutas paredes carcomidas por la humedad. Ninguna novela digna de leerse empieza con un cursi café o la fotografía de un libro. Abre el suplemento cultural en la página en la que aparece su monólogo, él lo llama entrevista, observa su foto lamentándose por no comprar aquellas gafas solares de aviador Fendi 411, un objeto bello que desgraciadamente no luce en ese rostro de barba descuidada y grotescos bordes redondos, flácidos. Piensa en aquel editor que tiene problemas de memoria. Le debe innumerables favores, tal vez lo llame para tomar un brunch en su próximo verano europeo. Sacude las migajas de las galletas orgánicas de una camisa que pese al precio, no logra disimular un cuerpo bofo, descuidado y prematuramente anciano. Ha pensado en la liposucción, lo detiene el miedo a que se enteren sus amigos escritores en mejor forma. La comicidad medieval involuntaria de sus rituales podría enternecer al perro más cínico. Grita. Es la única forma de respeto del macho blanco heterosexual prepotente, el grito, el manotazo, la imposición. —¿Dónde está mi saco? —¿Cuál de todos? —Mi favorito. —No sé cuál es su favorito. —El de pana negro con parches en los codos. —Tiene cinco iguales. —¿Y? —Los envié a la tintorería, acuérdese que eché a perder dos.
—Yo tengo la culpa por darles trabajo a ustedes los “analfabetas funcionales”.
—Cálmese, le va a dar otro ataque de ansiedad, le sale bien cara la cita de emergencia.
—No tienes el menor respeto por la persona que te da de comer.
—Hoy mismo me voy a casa de su mamá, me trata mejor.
—Sabes que me da el ataque, que no soy yo, me transformo en otro. Tráeme el spray de lavanda, me falta el aire.
Desliza su cuerpo a la silla más próxima, una Miller. Tiene miedo otra vez de no poder dar la conferencia de literatura estatal que paga sus caprichos. El mareo otra vez. Nadie puede salvarlo de sus pensamientos, somos lo más peligroso, la autodestrucción no está afuera. La mujer le ofrece un pequeño frasco atomizador de marca sueca, está acostumbrada a verle gimotear; guarda una distancia prudente. Tras el primer click del atomizador, ofrece una caja de pañuelos desechables al pobre infeliz. —Gracias. No le responde. Está acostumbrado al silencio tras discutir con la única persona que lo soporta. Toma el teléfono, marca.
—Pensaba si te apetecía tomar algo… ¿ah, sí? Estamos conectados, ya está, podría ser en una hora, te veo en el restaurante cerca de mi casa, el que te gusta.
La ansiedad desaparece, conoció al jovencito que acaba de llamar en una de sus lecturas, se encerró con él más de dos horas en una bodega de instrumentos de limpieza para beber vino mientras los promotores culturales lo buscaban. Sí, le debe favores, debe estar dispuesto siempre a escuchar sus aburridos problemas o charlas anecdóticas de toques aleccionantes, lo ayudó a conseguir trabajo con tres de sus amigas escritoras, camarilla aficionada a los jovencitos que rebasa los 50. Sin conocimiento literario, con ese gran don de la lengua larga dispuesta a todo, sin remilgos o pudor, ¿asco? ¡jamás! Este infeccioso tipo de gusanos pusilánimes que sigue a los escritores a todas sus presentaciones soporíferas, con la intención de obtener algo a cambio, son los favoritos de estos enfermos. Entra a la regadera pensando en la última conversación con el grupo de mujeres que fabrican jabones orgánicos en la selva. No recuerda si les depositó el donativo mensual. No le gustaría ver su nombre en una nota de periodistas por los derechos humanos, los de a pie, esos humildes apóstoles preocupados por los muertos que escupe el país y al mismo tiempo pendientes de la serie de moda, comiendo en restaurantes de Polanco, pagando la cuenta de sus compras por Amazon, leyendo en su Kindle, perdiendo el tiempo con terapeutas que no han logrado curar su depresiónansiedad, producto de la ociosidad más deprimente. Comer azúcar y carbohidratos en pijama mirando televisión, no es buena idea para alguien ansioso o depresivo. Compra, compra, consume, desayuna snob, come snob, cena snob, paga más de 100 pesos por un hediondo plato de chilaquiles, pequeño, pequeña estúpida digna de lástima. Debes ver televisión o una manada fanática y adicta a espectáculos grotescos te acusará de “superioridad moral”. Sale de la regadera envuelto en un batín ridículo, se lo merece, niños vietnamitas de one dolar al día revisten sus deformidades. No faltará el que me acuse de ser resentido y bajo por exponer el patético melodrama de alguien muerto por dentro. No faltarán las acusaciones extrañas, ni los aludidos gratuitos. Podría contarles también de la escritora que desayuna salmón en tostaditas horneadas de romero y tomate con aceite de oliva acompañadas de un vaso de leche de arroz, el descubrimiento de los ordinarios que pasaron toda su vida desayunando leche de vaca tóxica. La leche vegana es una maravilla para la piel, menos toxinas, mayor juventud. No olvides el sérum, ni el hidratante con protector solar, no olvides las mascarillas de oro, las pestañas de mink, los implantes, el colágeno en los labios, los zapatos de diseñador. Unta el bloqueador solar hydro boost con partículas de ácido hialurónico, descuelga varias camisas, dejándolas tiradas para que su “muchacha” desquite el sueldo, estos miserables son incapaces de lavar su baño, desconfío de sus novelas. Escoge un saco de tweed, con 20 años menos tal vez se le vería mejor. En otro cuerpo, probablemente. Los pantalones le quedan flojos en las nalgas, calcetines de color vivo, zapatos Tanino Crisci, perfume Book, por supuesto, huele a escritor, sus notas de lavanda, vetiver de Haití, sándalo, ámbar y bergamota destilan ese estilo de las grandes novelas de Fitzgerald y Hemingway. No maneja, “soy un hombre del siglo XIX”, es la frase idiota con la que coquetea en sus citas. El jovencito ya lo espera, al verlo, se levanta, con una reverencia lo saluda mientras acomoda su silla.
—Qué gusto verte, te ves estupendo.
Hablan de libros, de viajes, de restaurantes, hablan mal de otros escritores, ¿de qué más pueden hablar los escritores envueltos en chismeretes dignos de revista rosa? Lo que sobran son miserables que exhiben sus carencias en vitrinas públicas.
—¿Leíste la columna de la tipeja? Ni siquiera pronunciaré su nombre. Nos llama “privilegiados”, la muy estúpida, que nos agradezca la cuota de género en este selecto gremio, de no ser por nosotros estaría lavando vasos en Garibaldi.
—Esa barrionajera, toda una resentida social, qué acierto sacarla de la lista de México ni uno.
—Se lo merecía, por negativa y criticona. No ve televisión, su “superioridad moral” apesta.
—Siempre habla de la mugre de la ciudad, no nos representa en Europa. Pidamos una botella de vino espumoso.
—Ay, sí. Maestro: quiero brindar por la belleza de tu juventud e inteligencia. Eres sabio.
Otra vez se le movió el peluquín, otra vez tiene lagañas y acaba de bañarse, ¿cómo le digo que le apesta la boca? Es el maestro, no puedo. A veces me gustaría no contestar sus llamadas. Mis comidas en Dulce Patria no se pagan solas. Mi cabeza estalla, no sé quién es el pobre diablo que teme estar solo. M