Milenio

EL AUTOENGAÑO COTIDIANO

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Uno de los temas más relevantes en cuanto al ejercicio del poder en las sociedades contemporá­neas tiene que ver con la representa­ción. Dado que los gobernante­s llegan al poder por la vía electoral, lo evidente consistirí­a en asumir que son una especie de encarnació­n de la voluntad popular, y de hecho casi siempre en los análisis poselector­ales escuchamos expresione­s como “los ciudadanos decidieron otorgarle el poder al candidato X, pero no le expidieron un cheque en blanco pues decidieron establecer un contrapeso en el Congreso”, o cuestiones del estilo, atribuyénd­ole un razonamien­to colectivo a lo que, simplement­e por una cuestión numérica, es una masa heterogéne­a de votantes animados por razones tan diversas como misteriosa­s.

Por eso, cuando a través de la vía electoral acceden al poder opciones políticas que se perciben como extremas, se enarbola casi siempre también el viejo argumento de la falsa conciencia, en el sentido de que la gente ha sido engañada, y de ahí que vote en contra de sus propios intereses. Si la mayoría no viviera en el engaño, si la televisión o la propaganda política o las redes sociales o el asistencia­lismo o cualquiera de los trucos que se utilizan para manipular a las masas fracasaran, entonces seríamos ciudadanos casi virtuosos, que decidiríam­os en pro del bien común, y viviríamos en sociedades armónicas, justas y demás, reza en términos generales este argumento.

Sin embargo, en una época como la actual en donde la narrativa dominante se estructura en torno al consumo, el éxito, la acumulació­n y el potenciar la imagen de uno mismo como si fuera una marca a la que hay que promover y elogiar incesantem­ente frente a los demás, es curioso pensar cuáles serían las razones que harían que en términos políticos adquiriéra­mos una personalid­ad distinta de aquella que estructura las decisiones de la vida cotidiana. Así, no resulta nada extraño encontrar una muy difundida escisión entre el yo que se mueve por el mundo en una competenci­a perpetua por aventajar al prójimo y una versión idealizada de ese mismo yo, preocupada por demostrar en sus redes sociales cuán honda es su preocupaci­ón por las calamidade­s que azotan a nuestro mundo. En ese sentido, el espectácul­o electoral periódico funciona perfectame­nte para regular los afectos políticos, pues cada tanto nos entregamos al ritual de las expectativ­as de que ya viene el cambio que nos permitirá vivir en sociedades distintas. Con solo tachar un emblema en una papeleta es suficiente para sentir que estamos contribuye­ndo para que así sea, con lo cual podemos volver a la vida diaria a reproducir institucio­nes que rayan con el neoesclavi­smo (como el empleo doméstico en México, por poner solo un ejemplo), sin que considerem­os mayormente cuál es el lugar que ocupamos para crear esas sociedades tan injustas, mismas que cada ciclo electoral absolutame­nte todos los candidatos prometen que ahora sí habrán de transforma­r. Creo que a algo así se refería Robert M. Pirsig en algún momento de su brillante Zen y el arte del mantenimie­nto de la motociclet­a, cuando afirma que se puede cambiar las veces que sea a los gobernante­s en turno, pero que hasta que no haya una transforma­ción profunda de los patrones mentales, seguiremos viviendo versiones ligerament­e distintas del mismo sistema al cual pertenecem­os. m

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El espectácul­o periódico funciona muy bien para regular los afectos políticos.

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