Milenio

NACHO TRELLES, UN SIGLO DE BALOMPIÉ

Es el técnico con más partidos dirigidos en Primera División, el que más títulos ha ganado y el único que ha dirigido en tres Copas del Mundo

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Don Nacho Trelles cumple 102 años de edad, dato insólito para alguien que jugó al futbol en los tiempos en que los jóvenes no se ponían espiniller­as y terminaban de hacerse hombres con las rodillas ensangrent­adas.

Tiempos en los que había que detener por unos instantes el juego, correr a la orilla de la cancha y tomar de la botella un trago de tequila para agarrar valor, o persignars­e antes de rechazar con la testa un tiro de esquina. “Si llovía y se mojaban esos balones, no solamente pesaban, sino que al rematar dolía muchísimo la cabeza y terminaba uno medio mareado”, recuerda don Nacho, viejo lobo de mar.

A saber cuántas veces él y sus amigos tuvieron que sobarse la mollera o las sienes en los campos de tierra, y pedirle a la virgen que si llegaban a cabecear uno de aquellos balones, no fuera por donde sobresalía como una punta el pivote.

Balones que por otro lado eran el sueño de cualquier adolescent­e en la colonia San Miguel Chapultepe­c, de Ciudad de México, barrio al que llegaron a vivir sus padres tras dejar Guadalajar­a. “Me acuerdo que empleábamo­s una palanquita de madera para ajustar el balón, pero si se llegaba a romper la correa, luego de haber metido la cámara y el pivote por una pequeña abertura, todos los niños hacíamos el berrinche de nuestra vida, porque era una labor que nos podía llevar hasta media hora”.

Resultaba entonces de lo más normal que los chicos más admirados no eran aquellos que metían muchos goles o realizaban espectacul­ares remates con la testa, sino los que tenían la habilidad de poner a punto el balón, amarrando con rapidez y precisión las correas de cuero.

En 1930, cuando no existía la moda entre los jugadores de firmar autógrafos y el América era un equipo tan pobre que ni siquiera tenía una cancha propia para entrenar, los sueños de ser futbolista del joven Trelles iban por buen camino.

Sin un físico corpulento, más bien flaco, incluso así le apodaban, pero con una gran velocidad y buena visión de campo, pronto llegó a las fuerzas básicas del Necaxa, en cuyo periodo recuerda que le daban 10 pesos como premio por haber ganado un partido. “Eran pequeños incentivos. También nos regalaban un bono para poder viajar diariament­e en los mismos tranvías de la compañía. Otro de los obsequios consistía en boletos para ir a los toros”.

Gracias a esos boletos, don Nacho, hijo de un ingeniero mecánico electricis­ta no titulado que anduvo en la Revolución, “mi padre jamás tiro balazos, componía transforma­dores, plantas de luz o lo que se presentara en ese momento”, se hizo muy aficionado a los toros.

En 1940 hizo su debut con el primer equipo del Necaxa al sustituir a un compañero con sobrenombr­e inolvidabl­e: “El Calavera” Ávila. Un apodo cualquiera si se considera que ya destacaban otros ilustres jugadores como “El Chanclas” Zamudio, “El Pipiolo” Estrada, “El Moco” Rosas o “El Pulques” León.

Fue justamente “El Pulques” León, portero del equipo Marte, cuya familia comerciaba con dicha bebida fermentada, quien al intentar rechazar una pelota, cayó en la pierna de don Nacho y le destrozó la tibia y el peroné. “El mundo se me vino encima y comprendí que para mí el futbol había llenado una ilusión a medias”.

En febrero de 1948 se acabó la carrera de un incipiente mediocentr­o que llegó a recibir 75 pesos al mes en su primer salario, suficiente­s para darse el gusto de comprar un traje de vestir y unos zapatos de charol. A partir de ese momento, le quedó la pierna chueca. Dice don Nacho Trelles que jamás fue de esos técnicos aparatosos que intentan suicidarse si pierden un partido histórico en el último minuto. Y lo advierte él, que en el Mundial de Chile 62, cuando México estaba a punto de lograr un valioso empate contra España, en la agonía del juego, en el último aliento, cuando los nervios hacen cosquillas en la boca del estómago, tras un tiro de esquina a favor, Gento recuperó un balón y corrió por toda la cancha para anotarle a la “Tota” Carbajal.

“La única vez que lloré fue por la muerte de mi madre”, recuerda el entrenador que ayudó con su estrategia desde el banquillo para que México consiguier­a su primera victoria en una Copa del Mundo. Pocos estrategas en el orbe podrían medirse con él.

En julio de 1949 debutó como entrenador del club Zacatepec, de la Segunda División, por un sueldo de 700 pesos al mes. Viajó cinco años en autobús hasta Morelos y no tardó en llevar al ascenso a la escuadra cañera. “Allí dirigí al famoso “Coruco” Díaz, un futbolista alegre, pícaro, sobresalie­nte. No contaba con grandes jugadores, todos eran obreros de los ingenios azucareros o las fábricas de la región”.

Sumó títulos de liga con Zacatepec, Marte, Cruz Azul y Toluca, y entre sus múltiples tareas que aprendió en las tres Copas del Mundo en que dirigió —Suecia 58, Chile 62, Inglaterra 66—, estaba la de levantar el ánimo del “Jamaicón” Villegas. “Extraordin­ario futbolista, que sin ser zurdo era un gran defensa izquierdo. Su problema era que tenía frecuentes depresione­s, porque le entraba la nostalgia en el extranjero. Extrañaba su tierra. A veces conseguía sacarlo de su tristeza y otras veces no tanto”.

Es curioso que a don Nacho Trelles no le gusten los elogios. Incluso alguna vez reconoció como un rasgo importante de su carácter nunca haber cultivado las relaciones públicas, porque era enemigo de las falsedades.

Quizá por eso mismo jamás le interesó la política, “porque los políticos son para mí sinónimo de hipocresía”. Eso debió haber pensado cuando en alguna ocasión, tras saludar de mano a Díaz Ordaz, el ex presidente bromeó con ofrecerle un lugar en su gabinete.

El niño que soñaba también con ser bombero, trapecista o piloto, finalmente tuvo que acostumbra­rse a lo largo de más de 70 años de técnico o asesor en clubes, a que hasta el barrendero más humilde le dijera “Profe”.

Las rodillas le duelen y no lo dejan en paz. Pareciera como si cargara un baúl que lleva dentro los zapatos y las viejas agujetas de su época de jugador, los balones de cuero despintado­s, los primeros libros y plumones con los que dibujó sus estrategia­s.

Los nombres de muchísimas leyendas se le escurren como si trajera entre las manos un montón de estampas de Panini. Que si Garrincha, que si Pelé, que si Puskas, que si Di Stéfano, que si Bobby Charlton, que si Gordon Banks, que si Isidoro Lángara, que si Horacio Casarín, que si el “Pirata” Fuente, que si el “Charro” Moreno, que si “Chanclas” Zamudio, que si el “Manco” Castro.

A los 13 años de edad tuvo su primer balón. “Nunca volví a tener otro ni me acuerdo cómo desapareci­ó”. M

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