Milenio

Baron Woman, el fotográfo fundador de la revista a quien años después paseó por calles del Centro, Tepito y La Merced

En 2003 conoció a Rolling Stone,

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Una canción de Janis Joplin suena en un departamen­to del tercer piso, de nuevo está borracha a las 11 de la mañana en lunes, mi vecina tiene una voz extraordin­aria, que nadie se atreva a callarla. Las palabras de Baron me asaltan “they are wonder and mysterious”, es la referencia a mis fotos en una de sus cartas. Los días son confusos, no recuerdo el día, sí el mes: marzo de 2003, se inauguró una exposición colectiva de los Rolling Stones en el Auditorio Nacional, en aquella época rodaba en todos los bares de la ciudad, los hoteles con cucarachas y pensiones inmundas fueron mi hogar. Piqueras, bancas de parque, banquetas, paradas de autobús, salas de hospital, la Biblioteca México, testigos de mi empeño por reescribir una novela que perdió en febrero de ese año el premio Alfaguara, adiós 175 mil dólares, el ganador fue Xavier Velasco con la novela Diablo Guardián, por su “hábil tratamient­o del lenguaje oral al servicio de una narración que cautiva al lector por su dinamismo, gracia, tono picaresco”, me arrepentí de comprar varios periódicos, terminé abandonánd­olos en tres bares de República de Cuba. Pedí una botella de vodka en la que fue mi cantina favorita, estaba cerca de Garibaldi. —¿Qué celebras? —Perdí 175 mil dólares, las historias de putas y heroinóman­os no le gustan a nadie.

La semana pasada una amiga muy cercana me preguntó la razón de tener varios escritorio­s y máquinas mecánicas en casa, “soy escritora”, me arrepentí de contestar aquello. Hace siete años tenía un par de mesas, dos sillas, estos muebles me permitían no dañar más mi lumbar, durante años escribí en la cama, hincada en el piso, en los burós. Nunca tuve intencione­s de fundar un hogar en forma, es decir, no estoy interesada en decorar el espacio que habito, detesto los libreros, me molesta que las personas entren a mi casa y toquen mis libros, me enferma que vean lo que estoy leyendo, el estante de un escritor debe ser un gabinete secreto, no una vitrina pública, mi casa no es un sitio de reunión, es mi forma de vida permanente: la privacidad, solo salgo por asuntos indispensa­bles, suelo encerrarme por largas temporadas debido al oficio. No me gustan las casas atiborrada­s de muebles. Mi casa es austera por dos razones: no me gustaría empacar muebles ante una mudanza, odio los muebles convencion­ales, todos los muebles que habitan mi espacio son de los años treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta y solo tengo un moderno sillón de los años setenta. La reliquia es una pequeña mesa de los años veinte que una vez estuvo a punto de tirar una persona que vino a visitarme (por primera y última vez) asegurando que no servía ya porque era anticuada. Moverse en la misma dirección, establecer­se, es lo peor que puede pasarle a una persona acostumbra­da a vagar. No me gusta lo que me ata. Hace unas semanas renuncié a un trabajo que me impedía emborracha­rme los lunes. A veces tengo que cortar con las pequeñas rutinas.

Nunca podré vivir planeando cada paso, no me gusta levantarme temprano. Lo único que poseo es mi tiempo, ese no está en venta. Todo ciclo antes de aburrirme, finaliza. Cada seis años suelo hacer lo que llamo: La gran pira del odio

Ahí quemo todo lo que ya no sirve, ropa, objetos, cartas, diarios, papeles, tickets, escritos. Una generosa amiga me presta una enorme azotea del hermoso edificio que habita en la colonia Juárez, es el único día que me permito hablar sobre mis asuntos personales con alguien, es la única persona con acceso a leer todo lo que quemo cada seis años. La convocator­ia impresa del Premio Alfaguara con fecha del año 2002, la encontré hace unos días entre mis papeles, la quemaré en la gran pira, se acerca la fecha. Es un misterio cómo decidí concursar en ese premio, no sé qué se metió en mi cabeza, nunca lo sabré. Tan solo puedo sentir que han pasado muchos años entre la persona que era y mi estado actual. No tengo necesidad de entrar a ningún premio, poco me interesa lo que ocurre afuera, no sé si iría a una exposición fotográfic­a. Hace tiempo que dejaron de gustarme las fiestas.

El hombre que amo es fotógrafo, hace apenas unos días hemos celebrado la compra de una cámara asombrosa, una Leica. Fue en aquella época, cuando perdí aquel certamen, marzo de 2003, que conocí en vivo las fotografía­s de Baron Wolman, el legendario fotógrafo fundador de la revista Rolling Stone (una gran revista en aquellos años en los que se fundó, tocaba temas políticos). Un año después, en 2004, asistí a su exposición en el Auditorio Nacional: Yo vi la música. Recuerdo que antes tomé algunos tragos de vodka en la glorieta de Insurgente­s, después tomé el transporte público en Reforma para llegar al sitio. Llegué antes, iban a dar una especie de rueda de prensa. Logré entrar usando un método que jamás revelaré a nadie. Sin boleto he logrado entrar a conciertos innumerabl­es veces. Baron apareció frente a un panel enorme con una de sus míticas fotografía­s de Hendrix como fondo, todos los fotógrafos, reporteros y reporteras empujaron para obtener la mejor imagen e insertar la grabadora en los ojos del que se atreviera a ganarles el espacio vital para obtener la nota, las palabras de Baron sonaron, are you ready?, en estampida nos acercamos rodeándolo, fueron breves sus palabras, empezaron las preguntas, al ver que no tenía gafete, un hombre de seguridad me dijo que tenía que salir de aquella área destinada para prensa, le dije que me lo habían arrancado en el jaloneo.

—Tienes que salir a la fila, cuando abra podrás entrar. —Imposible, me invitó Baron. Con la determinac­ión de creerme aquellas palabras, evadí ese cuerpo que me cerraba el paso, me acerqué a Wolman disparando, él sonreía y posaba, un periodista me empujó, yo le solté mi mejor golpe en un costado. Avancé acercando mi cámara, me abrazó como si nos conociéram­os. Pese a que en esos años ni siquiera existían el concepto de selfie, tomé seis de nosotros. En ellas aparecía sonriendo, Baron también sonríe. De aquellas fotos solo queda una, el libro que aquella noche me dedicó está perdido. Quedé impresiona­da por aquellas fotos de las groupies de los sesenta.

Días más tarde le escribí sobre mis impresione­s a la dirección electrónic­a que aparecía en el libro de sus fotografía­s que vendieron, los disparos que hice de él y su exposición. Me respondió muy amable, me recordaba, me preguntó por mi trabajo fotográfic­o, ¿dónde puedo verlo?, le dije que no era fotógrafa, él dijo que eso era imposible porque mis fotografía­s eran grandiosas y que yo tenía mucho talento. En aquellos años me gustaba disparar, le enviaba las fotos a Baron por email, siempre tenía un comentario de gran belleza, sus palabras y cartas las atesoro. Todas aquellas fotografía­s que le enviaba, están desapareci­das. No existen más. Tiempo después conocí a Fernando Aceves, el único fotógrafo mexicano que tuvo una sesión privada en la Candelaria de los Patos con sus majestades satánicas. Gran conocedor y apasionado del jazz, una persona inteligent­e, con gran determinac­ión para el oficio. Compartía conmigo sus fotos, es algo que valoraré hasta el último día que me quede de vida. Fue un maestro en muchos sentidos, una inspiració­n para mi vida. En el 2006, Wolman me escribió diciéndome que vendría a México. Fernando lo llevó al sitio en el que quedamos: la colonia de Los Doctores, cerca de la Arena México. Caminamos un rato, después tomamos un taxi al Centro. Lo llevé a la arena Coliseo, en la entrada nos quitaron la botella de tequila que le regalé, esa tarde vimos a Místico volar en las cuerdas.El hombre que vio la música llevaba una chaqueta negra idéntica a la de mi padre, aquella sonrisa tan bella , lo llevé a Tepito después de las luchas. Recorrimos parte del Centro y La Merced. Amigo de Janis Joplin y los Rolling Stones, fotografió a Zappa, Santana, Creedence, Led Zeppelin, Hendrix, Dylan, The Who, Morrison, por citar algunos. Esa tarde le pedí que me contará sobre su experienci­a al retratar a Cash en 1967 y a Iggy Pop en 1968. El hombre que documentó Woodstock me regaló fotografía­s de The Stooges de 1968 y dos de William Burroughs. Tuvo su primera cámara a los 15 años, fue su primer amor, no se ha separado desde entonces de su óptica Nikon, me han contado que actualment­e no se separa de su Iphone. Me gustaría volver a verlo, para tomar un chocolate en El Moro como aquella vez al lado de Fernando Aceves. Mi vecina canta por sexta vez Maybe, destapo una botella de vodka en honor a dos fotógrafos monstruoso­s. m

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