Murió Andrés Flores, gran cultivador del son jarocho
Impartió talleres, organizó fandangos y se especializó en laudería
Alos 44 años falleció Andrés Flores, quien fue uno de los grandes difusores del son jarocho, ya que interpretó y enseñó este género en distintos lugares tanto del país como del extranjero, además de ser uno de los fundadores del reconocido grupo Chuchumbé. Su muerte ocurrió el pasado viernes luego de sufrir un derrame cerebral el día anterior.
Por redes sociales, integrantes de la comunidad del son jarocho de Veracruz y otros sitios dieron a conocer que el músico, conocido por tocar el pandero de son, había sufrido el derrame cerebral y que su familia no contaba con los recursos necesarios para solventar la emergencia. Las muestras de solidaridad llegaron hasta la organización de un fandango y encuentro para recaudar fondos, en Coatzacoalcos, lugar de nacimiento de Flores. Sin embargo, el viernes por la tarde, también mediante redes sociales, se dio a conocer que el sonero había muerto.
En 2017, Flores salió de Coatzacoalcos debido a la inseguridad, algo que él mismo dio a conocer. Desde hace más de dos años, esa ciudad, y en general la zona sur de Veracruz, ha sufrido una escalada de violencia.
El sonero publicó una carta a Coatzacoalcos, en la que recordaba la ciudad de su infancia, donde conoció y aprendió a tocar el son jarocho. Decidió vivir en Xalapa.
Flores se dedicó a promover y enseñar el son jarocho en talleres, participando en fandangos y como laudero. Desarrollaba el proyecto musical Flores de Parota. m
Hace más o menos 38 años, el 2 de diciembre de 1980, Romain Gary suspiró hondo, miró por la ventana un rato. Tomó luego su pistola y se metió un tiro en la cabeza. Dejó una breve misiva dirigida a su editor en la prestigiada Gallimard en la que se explicaba en pocas palabras: “Al fin me he expresado por completo”.
El escritor tenía entonces 66 años y un exitoso currículo como director de cine, guionista, diplomático, traductor, jurista, aviador, novelista, escritor de ciencia ficción. Su afortunada vida, sin embargo, estaba sembrada de amarguras, tristezas, sufrimientos. Mientras más se empeñaba en la búsqueda de la felicidad, más se le negaba. Se le escurría entre los dedos de la mano, se apagaba como el fuego bajo la lluvia. Parecía condenado a compartir la desgracia con aquellos a quienes más quería.
Con su gorra negra, su barba y bigotes ralos y descuidados, su chaqueta negra y sus ojos tristes, parecía un gitano ruso. Jean Seberg, su esposa, se vestía como una modelo de los 60, con una elegancia natural, y lucía una sonrisa inocente. Esa era la imagen de la pareja a mediados de esa década del siglo pasado.
Romain Gary se llamaba en realidad Roman Kacew. Había nacido en 1914 en Vilna, Lituania. Judío de origen polaco, nunca reconocido formalmente por su padre, emigró a Francia a finales de 1920. Era 24 años mayor que Seberg.
Frágil, menuda, Jean Seberg había nacido en Marshalltown, un minúsculo poblado de Iowa, Estados Unidos. Ambos estaban casados cuando se conocieron en Los Ángeles en 1959. Gary era entonces una figura ya reconocida, sobre todo en los círculos cercanos al presidente Charles de Gaulle. Había ganado ya, tres años antes en Francia, el prestigiado premio Goncourt por su novela Las raíces del cielo. Guapetón, coqueto, rodeado de un aura mágica y exótica, hacía valer en sus conquistas sus tiempos de piloto de combate en los largos días de la Segunda Guerra Mundial, con las condecoraciones que el general Charles de Gaulle en persona había prendido de su pecho. Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, había ido a parar en el cuerpo diplomático francés, sobre todo por su vasto conocimiento de los idiomas. Era el cónsul general de Francia cuando se encontró en Los Ángeles con Seberg y su marido, François Moreuil. Los invitó a cenar. Apenas los había presentado con su esposa, la escritora británica Lesley Blanch, cuando ya estaba tratando de seducir a la joven actriz con tres títulos detrás: Santa Juana, Buenos días, tristeza y El rugido del ratón. La miraba fijamente a los ojos, buscaba rozar sus piernas, tomaba sus manos.
Tímida, cándida, Seberg tenía motivos para sentirse orgullosa de ella misma. Había comenzado su carrera prácticamente de la nada en 1957, luego de competir contra otras 18 mil aspirantes para actuar bajo las órdenes de Otto Preminger en el papel protagónico de Juana de Arco, una cinta biográfica sobre las desventuras de la heroína francesa. Apenas comenzados los años 60 ya estaría actuando en la mítica Sin aliento, de Jean-Luc Godard.
Cuando el zopenco de Moreuil tuvo que regresar a Francia no se le ocurrió otra cosa que encomendar a Gary el cuidado de su mujer. “Ahí me la cuidas”, debió haberle dicho la oveja al lobo. Y Gary no solo la cuidó: también se quedó con ella. Cuando se reencontraron en París, Gary y Seberg ya andaban por la vida muy abrazados. Y a Moreuil no le quedó más remedio que mandar un puñetazo a la cara a Gary.
El fruto de la pasión de la pareja quedó muy pronto a la vista de todos, incluidos los moralistas gaullistas. El 17 de julio de 1962 Seberg dio a luz en Barcelona a su hijo Alexandre Diego Gary. Un año después, Gary obtuvo el divorcio y poco después contrajo matrimonio con Seberg. Fue una boda singular en la que tal vez intervino el palacio de El Elíseo. Ariane Chemin, reportera del diario francés Le Monde, cuenta en su libro Mariage en douce que el 16 de octubre de 1963 aterrizó en Ajaccio, Francia, un avión de los servicios secretos galos que transportaba a la pareja. En Córcega, un grupo selecto de agentes los llevó luego ante el juez, quien que los casó a toda prisa.
Unos años después, en 1970, mientras la pareja tramitaba su divorcio, el FBI puso sus ojos en ella. La acusaron de tener amoríos con un líder de los Panteras Negras. Cuando el bebé que esperaba nació muerto, el mundo se le vino encima. El pequeño cadáver fue expuesto públicamente en un ataúd de vidrio para que todos vieran que no era negro.
Tenía 41 años cuando fue encontrada en 1979 en la cajuela de un auto estacionado en una calle de París. Su cuerpo estaba cubierto con una lona.
Un año después Gary tomó su pistola… m