CLANDESTINO
abandonar los
en una Ziploc que te devuelven al final del show, esto con el fin de impedir a toda costa, la tentación de grabar algún chiste que después escape de la privacidad y el secreto mediante Whatsapp, inbox o de plano Youtube. Y que, gracias a las apps capaces de dar con tu identidad por el reconocimiento de rasgos o facciones, seas un candidato a la concientización dada por la bondad inquisitoria que busca erradicar la normalización de la violencia (normalizando la lapidación). Todo esto sucede en una barra en la que venden Coronas y Victorias a 30 pesos y Heineken y Stella Artois a 50, atendida por una chica rubia y sonriente que suelta de esas carcajadas protagonistas que se contagian.
Quien abre la noche es el organizador. Fan, como no podría ser de otra manera, de Seinfeld, pero también de las bromas de series como Moonlighting, la de Bruce Willis con Cybill Shepherd y Murphy Brown, sobre la neurótica conductora de noticias insoportable e incorrecta. La influencia es notoria.
No hay estrellas de la noche o nombres con aspiración a ser parte del catálogo de Comedy Central o Netflix, aunque los parroquianos exigieron a chiflidos la actuación de dos tipos. El primero me parece un discípulo de Louis CK en clave de machismo chilango, para mí forzado, aunque sí hace reír. El segundo es una bomba de risas. Creo que su estrategia es más bien básica, se roba la narrativa de Polo-Polo para contar chistes sobre tuiteros veganos con sobrepeso y cosas por el estilo. Se acaba de aventar la historia buenísima sobre una mamá típica que vomita al novio de su hija por sus postura feministas, ya ni supe en qué terminó porque sentía que me meaba en los calzones. Al bajar ellos dos, suben los que quieran. Cualquiera puede hacer uso del micrófono: los que no tengan pánico escénico, quien lleve un guión o no tenga talento. Lo que me da la sensación de estar más en una terapia de grupo o un cabaret clandestino, de cuando la Segunda Guerra Mundial sometía el entretenimiento. Aquí nadie se salva. Yo salí embarrado cuando los chistes giraron en torno a los calvos y los gays, la mayoría de los asistentes oscila entre los 35 y los 45 años: “Justo creo que es lo que están pidiendo, sin decirlo, los comediantes; un espacio de autoayuda donde se reconozcan iguales (atormentados) (según ellos, nadie los atormenta). Como que los espacios de comedia se han vuelto un lugar de aplauso entre ellos más que lugares que quiera visitar la gente” me cuenta Alex Díaz, escritor de comedia y director general de Casa Comedy Fest, un festival de stand up que sucederá los próximos 26 y 27 de octubre en el Teatro Metropolitan y contará con nombres como Ricardo O´Farrill, Chumel Torres, entre otros, al pedirle una opinión sobre la existencia de este lugar. Para el organizador, el stand up al estilo gringo llegó con retraso cultural a México, también lo hizo en el peor momento histórico, justo cuando empezaba a entender las reglas del autoescarnio y la combustión de los estereotipos. La ola de lo políticamente correcto se convirtió en un tsunami, que en una sociedad culpígena como la mexicana, codependiente de la buenas formas, la aprobación y la aceptación, los standuperos se han visto intimidados. “Con eso de la combustión de estereotipo ya andamos teorizando de más el stand up. Es innegable la herencia de la comedia de finales de los años 80 –no de estilo, sino de percepción– que le hemos pasado al comediante de stand up actual, porque ser comediante en México pocas veces ha sido una herramienta divergente y ha sido más una oportunidad de descrédito: “mira este meme donde un comediante opina esto pero UN ASTRONAUTA opina esto otro, ¿a quién le crees más?”. El stand up no se va a ninguna parte porque es la cotidianidad lo que le seguirá dando vida, la lucha entonces no es del stand up por crecer o sobrevivir, es del comediante por ser respetado y de un par por ser considerados Camus sin haberlo leído. Por cierto, no se roben chistes” concluye Alex Diaz.M