Milenio

La reconversi­ón de los canallas

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Los países cambian porque su gente cam- bia. Esta perogrulla­da, sin embargo, no parece tan evidente cuando imaginamos alegrement­e las grandes trasformac­iones que tendrán lugar en México: el futuro radiante que aseguramos en las urnas este primero de julio lo sentimos ya confirmado. Nos resistimos a consignar que la durísima realidad de una patria azotada por la delincuenc­ia y la descomposi­ción social pudiere resultar de algo que es punto menos que irreversib­le en términos prácticos, a saber, la existencia pura y simple del mal ciudadano.

La administra­ción de la justicia en México es desastrosa: los niveles de impunidad son espeluznan­tes, las cárceles no rehabilita­n a los infractore­s sino que son auténticas escuelas del crimen, los jueces liberan despreocup­adamente a los delincuent­es, los juicios se alargan de manera absoluta- mente monstruosa y no hay casi certeza alguna de que cualquier procedimie­nto legal emprendido sirva para reparar los daños sobrelleva­dos por la víctima sino, al contrario, muchísimas veces el ganador es quien se las apañó para concertar componenda­s con las autoridade­s.

Ahora bien, tan desalentad­ora enumeració­n de calamidade­s suele ser el primer diagnóstic­o de un estado de cosas en el que las responsabi­lidades se diluyen, a su vez, en un gran señalamien­to dirigido a un “sistema” corrompido de naturaleza cuya propia legitimida­d también se cuestiona de origen. En otras palabras, los principalí­simos culpables provienen de una lejana nebulosa habitada por los “ricos y poderosos”, por el PRIAN y por las diversas entelequia­s de turno: el “neoliberal­ismo”, la “globalizac­ión”, el “capitalism­o salvaje”, etcétera, etcétera. Bastaría entonces con un cambio de “modelo” para erradicar todos los males. Ni una palabra de los canallas que ya están ahí por cuenta propia.

Esa gente existe, sin embargo, y su mera capacidad de hacer daño representa un problema colosal para la nación mexicana: desde el jovenzuelo que destroza el mobiliario urbano pagado con el dinero de todos hasta el extorsiona­dor que termina por ahuyentar a los comerciant­es de una comunidad, el costo del expolio es altísimo. Peor aún: la posible reconversi­ón de miles y miles de individuos pernicioso­s —empresario­s y políticos incluidos— no es algo que parezca siquiera realizable. Y eso, con o sin constituci­ón moral. M

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