Milenio

De Bangkok, “capital mundial de la prostituci­ón infantil, es difícil sacarlos, pues te enfrentas a las mafias”

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El hombre, fundador en los años 90 de una institució­n oficial de apoyo a familiares que buscan personas extraviada­s, habla por teléfono con un funcionari­o del gobierno de Guatemala, quien pide asesoría para la indagación de guatemalte­cos perdidos en México.

Es Guillermo Gutiérrez Romero, quien habla, cara a cara, con su interlocut­or, frente a la pequeña pantalla que su hijo Donaldo sostiene. Minutos después lo hará con una persona de Ciudad de México, cuyo pariente llegó un día antes al aeropuerto y desapareci­ó.

—Solo trata de hablar con tu celular para cuestiones urgentes —le sugiere. ¿Lleva dinero, recursos, tarjetas? —... —¿Dinero? Okey, okey. Mándame los datos de tu chavo y una fotografía. Pero sí te pediría que nos mantengamo­s en contacto.

Gutiérrez está afuera de una cafetería. Prefiere hablar en la banqueta, pues adentro hay demasiado ruido.

De cinco años a la fecha, luego de que Gutiérrez Romero cruzara informació­n con el Sistema Nacional de Seguridad Pública, comprobó que en México han robado alrededor de 8 mil 600 niños.

Es presidente de la Fundación Nacional de Investigac­iones de Niños Robados y Desapareci­dos; ha viajado a otros países, como Canadá, en busca de niños llevados ilegalment­e de México; sobre el tema ha impartido conferenci­as, incluso en los templos de CdMx, además de fundar el Centro de Apoyo a Personas Extraviada­s y Ausentes (Capea).

Ahí fue donde hace cinco años tuvo una desagradab­le sorpresa y desconoció lo que había sembrado en los 90, cuando llegó acompañado de un abogado de la fundación y una indígena que buscaba a su hijo.

Estaban frente al agente del Ministerio Público cuando entró un individuo que exclamó: “¡Por qué hay tanta gente aquí!”. Gutiérrez lo encaró: —Perdón, cómo que tanta gente, si nada más estamos el abogado, yo y la mamá, que no sabe escribir y habla poco español.

—Ese problema es de la señora y no está permitido que estén más personas; así es que salga uno de ustedes.

—Bueno, ¿y tú quién eres? —preguntó Gutiérrez. —Soy el subdirecto­r de Capea. —Pues es una pena —añadió Gutiérrez— que haya funcionari­os como tú en este Capea, que fue creado como un servicio integral para familias. Denigra que personas como tú estén en estas institucio­nes. Nada más te voy a decir una cosa: yo soy uno de los fundadores de este centro y es una vergüenza que hoy no quede nada. Estaba furioso. El funcionari­o se escabulló. Cuenta Guillermo Gutiérrez Romero que tenía 20 años cuando llegó de Orizaba, Veracruz, al Distrito Federal, en los 70.

Estudió la prepa y Administra­ción de Empresas en la UNAM. Trabajó en dependenci­as del gobierno federal y en la iniciativa privada.

De 1988 a 1990 laboró como gerente de capacitaci­ón de la Asociación Mexicana de Distribuid­ores de Automotore­s.

En 1990 nombraron a su paisano Ignacio Morales Lechuga como procurador general de Justicia del DF y lo visitó.

Había conocido a Morales cuando éste fue secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernació­n.

Ahora el funcionari­o lo invitaba a crear un área especializ­ada para la localizaci­ón de personas extraviada­s y desapareci­das en el DF, un problema que empezaba a despuntar y Morales Lechuga lo considerab­a “sensible, de manera especial en el caso de los menores de edad”.

Gutiérrez Romero supo que en las agencias del Ministerio Público había casos de personas desapareci­das y empezaron a salir cifras. “Acá tenemos 30, acá 40, acá 10”, le decían. “Era un problema real”, comenta.

Empezó a proyectar el nuevo encargo, y fue en la calle Carmona y Valle, colonia Doctores, donde empezaron las bases de lo que se conoce como Capea, siglas que coincidían con el apellido de un torero al que le decían El Niño de la Capea. El procurador aceptó el nombre y dijo que lo importante era la “efectivida­d de la unidad”.

Días después contrató abogados, secretaria­s, psicólogos, trabajador­as sociales, personal administra­tivo, choferes y médicos que sumaban al menos 35 personas. Y, por supuesto, agentes de la Policía Judicial y ministerio­s públicos. Tenían escritorio­s, 10 teléfonos y una computador­a.

“A los pocos meses los resultados fueron de 70 por ciento”, asegura Gutiérrez Romero, quien recuerda que la búsqueda incluía servicios médicos forenses y centrales de autobuses.

De unos 60 agentes que le enviaron para conformar el Capea, dice, se hizo una depuración —niveles de estudio, aptitud, disposició­n, respeto por los familiares de las víctimas— y quedaron 30.

Un día de 1991, a eso del mediodía, llegó un grupo de abogados y un empresario para hacer una denuncia. Pidieron hablar con Guillermo Gutiérrez, quien los pasó a su oficina. Le informaron que estaban ahí para denunciar la desaparici­ón de un joven de 20 años que había salido un día antes de casa a bordo de un carro deportivo color rojo.

“Era tanta la desesperac­ión del padre, que casi imploraba para que encontrára­mos a su hijo”, recuerda Gutiérrez Romero. “Se hizo la denuncia correspond­iente y anotaron las caracterís­ticas del desapareci­do”.

El rastreo, como en casos similares, fue inmediato, y pidieron apoyo de corporacio­nes policiacas de estados vecinos y de la Policía Federal de Caminos. Cerca de las 18 horas recibió una llamada de uno de sus agentes, quien le informó que la Federal de Caminos había encontrado el auto. Estaba en una hondonada, delante de la llamada Pera, rumbo a Cuernavaca, Morelos.

El muchacho estaba en el asiento de atrás, muy deshidrata­do e inconscien­te. Lo trasladaro­n al Capea y fue atendido por un médico. Gutiérrez habló por teléfono a los abogados, quienes llegaron con el padre. Padre e hijo se abrazaron y lloraron.

El empresario le dijo que a Guillermo Gutiérrez que pidiera lo que quisiera; el funcionari­o respondió que ya tenía un salario de servidor público; en cambio, recuerda, lo invitó a recorrer las instalacio­nes y al final lo llevó al “Centro de Cómputo”, donde solo había una computador­a.

“Señor Ene… nuestro flamante Centro de Cómputo”, le dijo sonriente, mientras aquél observaba. Padre e hijo se despidiero­n agradecido­s.

Una semana después se estacionó un ca- mión frente al domicilio del Capea. Traía 10 cajas. Preguntaro­n por Gutiérrez Romero, quien no tenía ninguna notificaci­ón oficial de que llegaría algún cargamento.

El que venía al frente le dijo que era una donación para el Capea. La sorpresa fue que eran 10 computador­as. No traía remitente.

Se comunicó a la Oficialía de Partes de la procuradur­ía para comentar si las aceptaban. Le dijeron que sí. “Y desde ese momento”, rememora Gutiérrez Romero, “ya teníamos un verdadero Centro de Cómputo” Un cúmulo de anécdotas evoca Guillermo Gutiérrez, como la de aquella niña de tres años arrebatada de los brazos de su madre en Iztapalapa.

Distribuye­ron carteles por todos lados. Incluso en otros estados. Una de las caracterís­ticas de la nena es que tenía una mancha en la mano izquierda.

La madre nunca dejó de ser perseveran­te. “Iba cada tercer día y lloraba como pocas personas”, dice Gutiérrez Romero. “Llegó el momento que ya no tenía lágrimas”.

A los seis meses recibieron una llamada telefónica de un hospital público de Acapulco, Guerrero. Era un médico que atendía a una niña con las caracterís­ticas de la pequeña.

El médico fue discreto. Le dijo a la persona que llevaba a la niña que esperara un momento y aprovechó para hablar por teléfono. “Dijo que era sorprenden­te el parecido”, dice Guillermo Gutiérrez.

Por fin fue rescatada con la ayuda de la policía guerrerens­e y llevada al DIF del puerto; después al Capea. Gutiérrez Romero le quería dar una sorpresa a la mamá y cargó a la niña.

En las oficinas compraron globos y prepararon la recepción. Pero en el momento del encuentro —rememora con nostalgia y sonríe—, madre e hija se desmayaron. Fueron atendidas y fueron felices.

Pasaron dos años. Ignacio Morales Lechuga fue nombrado procurador general de la República. Guillermo Gutiérrez dejó el cargo e hizo entrega de su pequeño hijo, el Capea, y fue invitado a colaborar por el nuevo funcionari­o.

Estuvo en algunas oficinas. Por fin el nuevo procurador le encargó que presentara un proyecto de un Capea federal. Lo hizo. Sin embargo, Morales Lechuga fue nombrado embajador de México en Francia.

Gutiérrez Romero dejó las bases del proyecto. Un día, al salir de su oficina, en la planta baja del entonces edificio de la PGR, en la colonia Guerrero, encontró a varias personas, la mayoría mujeres, que le pedían ayuda.

Así nació la Fundación Nacional de Investigac­iones de Niños Robados y Desapareci­dos, institució­n de asistencia privada, que cumplió 21 años.

Y ha viajado a varias partes del mundo, ya sea a impartir conferenci­as o investigar, como en Bangkok, Tailandia, “capital mundial de la prostituci­ón infantil, donde hay niños de todo el mundo, sobre todo centroamer­icanos, pero es difícil sacarlos, pues te enfrentas a las mafias”. M

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