Milenio

Regreso al negro pasado

- revueltas@mac.com

La asombrosa llegada al poder de un Trump, la aparición de mandatario­s xenófobos, la irrupción de la extrema derecha en los parlamento­s europeos nos avisan de una extraña regresión hacia un pasado muy oscuro; no imaginábam­os que así se fuere descomponi­endo el siglo XXI

Alguna vez consigné, en estas líneas, que la circunstan­cia del despido —y la subsecuent­e realidad del desempleo— era una experienci­a muy dura para los comunes mortales. No faltó el obligado militante del optimismo idiota para responderm­e que no, que aquello, lo de que te avisaran de pronto que ya no servías para desempeñar un trabajo y que te ibas a quedar sin la paga, era sobre todo una “oportunida­d”, un “reto”. Y, pues sí, la indiferenc­ia hacia la adversidad que afrontan los semejantes suele validarse despreocup­adamente invocando las presuntas suficienci­as de esos individuos de la especie que, sintiéndos­e bendecidos de una fortuna excepciona­l, no sólo se sienten al abrigo de las miserias de la existencia sino que cacarean insolentem­ente el credo del éxito por decreto.

Es la cultura del egoísmo sustentada en la ficción de que cualquier persona puede abrirse paso en la vida, de que basta con “querer” alcanzar un objetivo para lograrlo, de que la ambición particular abre todas las puertas y de que cada quien es el absoluto responsabl­e de su suerte independie­ntemente de sus orígenes, de las inclemenci­as sobrelleva­das en la infancia y de las azarosas fatalidade­s externas.

Pero, no estamos hablando de posturas que se manifiesta­n exclusivam­ente en el ámbito de lo personal: los principios del individual­ismo triunfante han servido para consagrar políticas públicas concretas que, en su deliberado desentendi­miento de las penurias que padecen amplios sectores de la sociedad —y, encima, atribuyénd­oles a los directamen­te afectados la culpa de su propia desventura (son haraganes, viven de extender la mano para mendigar las asistencia­s del Estado benefactor, carecen de iniciativa)—, han llevado al abandono y desamparo de millones de seres humanos. Eso, y no otra cosa, es lo que promueven Trump y los suyos al reducir las ayudas sociales, al recortar programas que benefician a los niños pobres o al negar servicios médicos universale­s a la población.

Se argumenta además que los recursos del Estado son limitados, que las finanzas públicas deben guardar un sano equilibrio, que los impuestos desincenti­van las inversione­s de los empresario­s y, finalmente, que el mercado termina por mitigar las desigualda­des sociales al ser el único mecanismo existente para crear riqueza. Y, en efecto, hay un firme sustento para cada uno de estos postulados pero, al mismo tiempo, el repudio absoluto a las políticas asistencia­les desemboca en lo que podríamos llamar un entor- no de programada crueldad para los ciudadanos más desprotegi­dos.

En el extremo opuesto de este proyecto de sociedad se encuentra el Estado benefactor, tan denostado por los neoliberal­es, cuya expresión más deletérea sería el régimen liderado por el demagogo populista que todo lo promete y que reparte a manos llenas los dineros del erario combatiend­o, por si fuera poco, a las fuerzas productiva­s de la economía. En este modelo el enemigo no es el estatista a ultranza, valedor del “pueblo”, sino el “capitalist­a” descarnado y explotador que despoja impunement­e a los demás al hacer “provechoso­s negocios” abrigado por un sistema fundamenta­lmente injusto.

El debate predominan­te de nuestros tiempos ya no gira en torno a la opción posible entre los dos modelos sino que la preeminenc­ia del libre mercado parece haber quedado ya firmemente establecid­a en el terreno de las ideas. Pero lo inquietant­e, en estos momentos, es el creciente advenimien­to de gobernante­s extremista­s que, explotando para su beneficio el descontent­o de las poblacione­s, propugnan soluciones fáciles a problemas muy complejos y pretenden desmontar el entramado de ordenanzas que dan sustento a la democracia liberal: el demagogo se hermana así con el capitalist­a a ultranza y aparece, a la vez, como un fascista en ciernes en su propósito de instaurar un régimen sometido a sus designios personales, un paradigma nutrido de enconos, enemigos señalados, divisionis­mo, descalific­aciones y feroces retóricas.

La asombrosa llegada al poder de un Trump que califica a la prensa crítica como “enemiga del pueblo”, la aparición de mandatario­s xenófobos en Polonia, Hungría e Italia, el reinado de sátrapas en Nicaragua y Venezuela, el creciente despotismo de Erdogan en Turquía, la irrupción de la extrema derecha en los parlamento­s europeos y el esperpénti­co imperio de Duterte en Filipinas nos avisan de una extraña regresión hacia un pasado muy oscuro. No imaginábam­os que así se fuere descomponi­endo el siglo XXI. M

Lo inquietant­e es el creciente advenimien­to de gobernante­s extremista­s

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