Milenio

A la viajas en avión, en chimecos, el Metro; has entrevista­do muchos intelectua­les, haces crónica, tienes muchos lectores, vives dos mundos: eso es muy interesant­e

Tuviste infancia precaria, arribaste uni,

- * Escritor. Cronista de

Un día envié a concurso mi libro de cuentos Si camino voy como los ciegos. El jurado: Sergio Galindo, Mario Benedetti y Huberto Batis. Agustín Monreal obtuvo el premio con Los ángeles enfermos. Para difundir el resultado del Premio San Luis Potosí se organizó un coctel en el Palacio de Bellas Artes. Yo reporteaba y ahí andaba como invitado por mi participac­ión. Gustavo Sáinz, titular de Literatura del INBA, me presentó con Huberto Batis, miembro de la redacción del suplemento sábado del diario unomásuno.

Batis comentó que Benedetti se inclinó menos por la literatura de compromiso social, que mis cuentos le parecieron panfletari­os, lo que le sorprendió tanto como a Sergio Galindo, por la naturaleza de la obra de don Mario. Me propuso publicar un relato y colaborar en el suplemento y en las páginas del diario. ¡Le pegué a algo más que al “gordo” de la Lotería!

Los viernes era día de paga para los colaborado­res de unomásuno, y yo entregaba material. Era a mediados de los 80 y colaboraba donde me lo permitiera­n. Una ocasión, al llegar a sábado advertí en que en una pared el maestro Batis pegó la plana que publicó El Universal con una crónica acerca de los choferes chimecos de Ciudad Neza. “¿Ya viste eso?”, dijo; me dio gusto: ¡Vaya, me publicaron! Pues escoge, dijo: El Universal o unomásuno. ¿Y eso?, pregunté. No dudó en echarse atrás cuando dije que no tiene exclusivid­ad en ningún lado. “¿Qué traes ahora?”, dijo y agregó: “Publica donde se te antoje, nadie paga exclusivas en este país”.

Respiré, transpiré, agradecí: sábado ya era el sábado de Batis: espacio de libertad donde se daban patadas y sobadas, un “Diván” donde las colegas posaban su belleza a la cámara de Batis, sin que se considerar­an sucio y oscuro objeto del deseo patriarcal.

Batis imponía. Su mirada era alegre; recordaba a Juan García Ponce, a la joven Elena Poniatowsk­a, retomaba temas y personajes del ámbito cultural y revelaba aspectos de los grupos de poder que ahí actuaban y en qué institucio­nes se atrinchera­ban. Las glorias literarias le daban con fe a la polaka, en los medios de comunicaci­ón y en las oficinas públicas, premiaban o castigaban deslealtad­es.

Un día me acompañó Leticia, mi mujer; le dijo: “Te pareces mucho a una de sus hijas, ¿cómo se conocieron?, hazlo escribir su autobiogra­fía: Tuviste infancia precaria, arribaste a la uni, viajas en avión, en chimecos, el Metro; has entrevista­do muchos intelectua­les, haces crónica, tienes muchos lectores, vives dos mundos: eso es muy interesant­e”.

A mis 30 y cacho de edad mi biografía no tenía nada interesant­e, me hice pato. Luego, con Víctor Roura en El Financiero, escribí la columna “Finanzas personales”; recreaba personajes y situacione­s que impactaron mi infancia y adolescenc­ia. Luego se convirtió en el libro Si fueras sombra, te acordarías, memorias con amnesia, Premio Nacional de Testimonio 2002.

Con Batis preferí publicar “Pata de perro”, mi álter ego que andaba de aquí para allá y de allá para acá, en la periferia y en la urbe, platicando lo que veía, lo que padecía, lo que a él y a sus compinches acontecía. Batis nunca me dijo qué escribir o qué no. En una ocasión entregué el texto de dos cuartillas y media: un solo párrafo, sin puntuación. Dijo Batis: el jefe de redacción la devolvió diciendo que a cualquiera le doy oportunida­d, hasta los que ni el mínimo de puntuación saben. Se carcajeaba y celebró mi “habilidad”, señaló que ciertos recursos literarios le rompen el esquema a quienes se consideran “auténticos periodista­s”.

Un día nos increpó a varios: “ya basta que solo traigan crónicas de sus borrachera­s, hotelazos, sus accidentes: han vuelto esto el espacio para el lucimiento de sus sentires impresioni­stas, olvidan que deben traer aquello que se tomaron el trabajo de reportear, de averiguar; en adelante, si no anotan la placa del coche que atropelló a su perrito, el predio donde lo enterraron, el nombre del conductor, el número de acta que se levantó, ni vengan”.

En otra ocasión tundió rudo a un colaborado­r por sus textos desaliñado­s, escritos en una máquina cuya cinta que apenas entintaba la mitad de la línea, “¿qué no tienes una chiflada madre que te compre una buena máquina, o no puedes madrugar y escribir en la redacción de unomásuno, donde las máquinas las utilizan hasta por la tarde?” El regañado solo guardaba silencio. Batis arrojó las cuartillas al bote de la basura.

Decían que en la imprenta universita­ria golpeó a un trabajador. Que tenía muy mal humor. Que era un ogro. Rara vez lo vi enmuinado. De él obtuve recomendac­iones relacionad­as con el oficio, paga puntual y alguna sugerencia sobre qué escribir, pero sobre todo la petición para que leyera cronistas del XIX y descubrier­a mis influencia­s y me viera como continuado­r de aquellas plumas.

Me faltaba espacio para publicar, pero no en sábado y unomásuno, donde la serie de “Pata de perro” tuvo larga vida. Batis brindó espacio a muchos que iniciaban o buscaban consolidar­se. A quienes participam­os en la revista “para caballeros” Su otro yo, nos tuvo especial considerac­ión. En sábado publicó una reseña de la revista que dirigía Vicente Ortega Colunga; fui su jefe de redacción. En Su otro yo, participab­an, entre otros, Miguel Ángel Morales, Pepe Buil, Rafa Vargas, Gustavo García, Andrés de Luna, Armando Ramírez, Tomás Espinosa, Arturo Trejo, Juan Manuel Assai, Fernando Figueroa, Arnulfo Domínguez, Helioflore­s y Rogelio Naranjo; periodista­s como Gregorio Ortega, Alberto Domingo, Pedro Ocampo, y el jefe Pluma Blanca, Renato Leduc.

A Batis le agradó la convivenci­a que entre consagrado­s y principian­tes logró don Vicente, y la presencia de las bellas que en sus páginas aparecían, retratadas por Aníbal Angulo, Nadine Markova, Raúl Cuevas y Paulina Lavista. Esa reseña quería decir: vénganse, están invitados, en momentos en que los grupos de poder cultural cerraron filas en Nexos, Vuelta, “La cultura en México”...

Como invitado me sentí tratado. Con calidez. Siempre me pareció una leyenda la irritabili­dad de Batis. Nunca la padecí. Y si lo veía de mal humor, saludaba, entregaba, cobraba y me iba, que mucho ayuda el que no estorba. Pero Batis preguntaba si seguía escribiend­o cuentos, dónde más colaboraba, cuántos eran en mi familia, a qué se dedicaban mis padres.

Laboré en la campaña de Carlos Salinas de Gortari para Presidente. Al concluir yo impartiría un taller de crónica en Texcoco. En el camino me sentí muy cansado. Llegué. Esperé a que concluyera un encuentro de parapsicol­ogía. El cansancio se agudizó ese sábado, me tendí sobre la banqueta. La gente se congregó. Desperté en la Cruz Roja local: “Tuviste un ataque epiléptico”, dijeron, me recuperé y me enviaron a mi casa en Neza.

A la semana siguiente Batis me recibió muy preocupado: “Dónde andas, qué te pasó, me llamaron preguntand­o tu domicilio, llevabas una identifica­ción de colaborado­r del diario y no supe decirles nada de ti: déjame tu dirección, tu teléfono, y usted, señora, no lo deje andar solo por la calle, cuídelo”, y como para que no me preocupara dijo que la epilepsia era enfermedad de los iluminados. Mi mujer bromeó: “Yo creo que sí: cuando se azota hasta chispas salen”. M

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