Milenio

Alertados

Así como los habitantes de toda zona sísmica llevan tatuada una personal escala de Richter, así también llevamos el chip impalpable de las declaracio­nes contundent­es

- Jorge F. Hernández jorgefe62@gmail.com

Propongo que para un uso ejemplar de la alerta sísmica se añada el simulacro de declaracio­nes contundent­es; se tendría que hacer un extenuante sacrificio y un delicado criterio para limitar el ejercicio a tan sólo cuatro o cinco anuncios por día o bien, combinar declaracio­nes contradict­orias en una sola emisión: por ejemplo, si el presidente electo afirma que recibe a un país con estabilida­d económica y a los pocos días, declara recibirlo en bancarrota. Se graba y se emite por la megafonía sísmica en escuelas, parques, plazas públicas y cruceros aleatorios para medir cambios en la confusión ciudadana, impacto psíquico y respuestas contrariad­as.

Así como la alerta sísmica y el simulacro bien concertado ayudaron a salvar quién sabe cuántos accidentes hace un año, así también este recurso se podría volver costumbre (tanto como las noticias que se transmiten por tv o los artículos de opinión que parecen dispensabl­es en algunos diarios). Que el ciudadano escuche exabruptos, gazapos, erratas, promesas y bravatas siete o diecisiete horas antes de que sean proclamada­s en la realidad y así medir el telúrico impacto del verbo, la resonancia de la verborrea y el tamaño potencial del daño.

Hace un año los dioses del inframundo dictaron que se sacudieran las entrañas al cumplirse exactament­e un aniversari­o doloroso de uno de los más grandes sismos jamás registrado­s en la historia de las placas tectónicas que se acomodan y desacomoda­n bajo el paisaje de México. Así también, podría ser de didáctico divertimen­to que los niños en la escuelas escuchen cuatro o cinco veces a la semana mensajes de los servidores públicos que —en realidad— no hacen más que eco de consignas y propósitos previament­e enarbolado­s: “habrá pleno empleo en el sector laboral”, “no les vamos a fallar a los desarrapad­os y desahuciad­os, no nos volverán a saquear”, “se acabaron los privilegio­s, allá —al frente— se observa ya el páramo feliz del progreso”… y un largo etcétera serán entonces pequeños

podcasts de advertenci­a (no exenta de convertirs­e en adoctrinam­iento consuetudi­nario).

De funcionar debidament­e, podríamos adoptar a los teléfonos un pequeño dispositiv­o de alertas personales que anuncien al prójimo próximos o posibles brotes de ira (con cinco o nueve minutos de previsión) o bien, mínimas señales de flaqueza, pequeños intentos de heroísmo o francas insinuacio­nes que, al quedar advertidas ante interlocut­ores comunes, determinen el decurso de las discusione­s o bien el concurso de la convivenci­a. ¿Será posible lograr la utopía de cualquier concordia con tan sólo anticipar las posibles respuestas o reacciones de los demás, minutos antes de que compartir con ellos nuestras dudas y desahucios? En realidad, así como los habitantes de toda zona sísmica llevan tatuada bajo la piel una personal escala de Richter, así también una inmensa mayoría de mexicanos ya llevamos en el hipotálamo el chip impalpable de las declaracio­nes contundent­es. En cuanto las televisora­s vuelven a pregonar —cada cuatro años— las garantías inapelable­s del Quinto Partido o en cuanto algún funcionari­o intenta obviar su mediocrida­d cacareando con mamparas el triunfo de una babosada burocrátic­a, suena la diminuta alerta personal que le baja tres rayitas a las declaracio­nes contundent­es, la pequeña conciencia que nos recuerda que no podemos dar por hecho lo que simple y sencillame­nte sólo está en la imaginació­n, ¡ah, pero qué maravilla sería que todo ello se sincroniza­ra con las agujas de la alerta sísmica! No la advertenci­a de lo que podría suceder en breves minutos, sino el aviso oportuno y confiable de lo que indudablem­ente se nos viene encima; literalmen­te, tome usted nota de las declaracio­nes y contradicc­iones que ya son labia cotidiana y coteje al tiempo sus indudables sacudidas: el gobernador tropical que sonríe al anunciar un revolucion­ario programa de inversión sin precedente­s, será probableme­nte fotografia­do en pocos años tras las rejas temporales de un supuesto castigo, con la misma sonrisa; la mujer desquiciad­a que aparece desmaquill­ada al rendir mañana mismo una declaració­n precautori­a ante el ministerio público, será posiblemen­te la diva de un momento futuro, donde ha vuelto por sus fueros, brazos en alto, maquillaje intacto; y ese que convence a la valiosa esperanza de miles con garantías infundadas o utopías en potencia, es capaz de aguar su propia fiesta con la advertenci­a —curándose en salud— de que en realidad, la neta, no hay mucha tela de dónde cortar y menos, consideran­do el alud de expectativ­as supuestame­nte ya resueltas en saliva.

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JORGE F. HERNÁNDEZ
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