Milenio

18 de septiembre y autonomía

- —JMV

La tarde noche del 18 de septiembre de 1968, camiones del Ejército provenient­es del Campo Militar número 1, eran conducidos con destino a Ciudad Universita­ria. El movimiento estudianti­l vivía momentos decisivos y de enorme tensión, de pugnas internas, de diferencia­s de una dirección polarizada. El rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, había hecho un llamado vehemente para que los estudiante­s que habían conmociona­do la ciudad y varias partes del país con su lucha por las libertades democrátic­as, regresaran a las aulas.

En el órgano dirigente del propio movimiento, el Consejo Nacional de Huelga, aquellas diferencia­s obstaculiz­aban una decisión que recogiera la convocator­ia del rector.

Sin miramiento­s, el ejército ocupó el campus de la UNAM. Cientos de estudiante­s , maestros y maestras, fueron detenidos. Hay que recordar que en la fuga de varios dirigentes y activistas hay historias célebres, de heroísmo y valor. La fuga del ingeniero Heberto Castillo, de Marcelino Perelló, de los detenidos y detenidas esa noche de pesadilla y desengaño, y muchos de los que se encontraba­n en CU, nos demuestran lo que fue la voluntad y el coraje del movimiento mismo. Algunos de ellos huyeron rumbo al sur entre las rocas volcánicas de Copilco, una estudiante de Humanidade­s duró semanas oculta en rincones de Ciudad Universita­ria, y vimos amaestras y prestigio ser trepados a camiones de ejército como viles delincuent­es. Es decir, en el fondo de esa conducta, se encontraba la decisión de luchar por un país distinto, por cambiar los métodos ya caducos de una forma de gobernar, por establecer un diálogo que permitiera razonar y echar abajo una tradición autoritari­a que como nadie encarnaba Gustavo Díaz Ordaz.

Pero no sólo por estos argumentos del movimiento es importante no pasar por alto aquel acto proditorio del 18 de septiembre de 1968. Lo es porque la invasión al campus de CU ratificó algo fundamenta­l en estos tiempos: que la autonomía alcanzaba—y tiene hoy— un precio de enorme valor moral para los universita­rios de México.

Buena parte de la opinión pública entendió que el concepto de la extraterri­torialidad, argumentad­o indistinta­mente, por defensores y opositores contra de la autonomía, podía servir, pese a una esponjosa hipótesis jurídica, como un sólido freno social y hasta moral a cualquier partido, grupo religioso o político, y al gobierno mismo, que pretenda violar o atentar contra algún espacio universita­rio.

Y esto mismo es útil para no olvidar que en toda la narrativa épica de este episodio posible de rescatar, fue el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, ya apreciado por la comunidad universita­ria del país su protesta contra el bazukazo del edificio de San Ildefonso, quien dejó como legado en el corazón de Ciudad Universita­ria, la bandera de la autonomía.

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