Milenio

Albricias, embusteros

En tiempos de la abuela, quedaba el mentiroso a merced de su buena memoria, pero hoy tal atributo es un estorbo

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No hace falta quebrarse la cabeza para encontrar que una probable reglamenta­ción contra el infundio, basada para colmo en infundios mayores, es aún más tenebrosa que las supuestas faltas que busca sancionar

Está de moda hablar de la mentira. Se habla mal, desde luego, aunque tampoco siempre (y de hecho escasament­e) con la verdad. Pues lo que en realidad se ha puesto en boga es mentir a toda hora, o repetir mentiras evidentes, sin las preocupaci­ones anticuadas de hacerlo cuando menos con esmero y verosimili­tud.

Hoy en día, a quien miente por sistema no suele preocuparl­e que se le desmienta, pues para entonces ya habrá lanzado al aire varios otros infundios, y tampoco se ve en la obligación de defender sus dichos ante nadie porque lo suyo es una fuga hacia adelante, donde la verdad siempre va más lenta. En otros tiempos, se decía que el mal mentiroso insulta el intelecto de quienes lo escuchan, pero esa vanidad va quedando en desuso porque son multitud quienes juzgan de acuerdo con su propio confort. Como tantos románticos ansiosos de caricias, no concedemos crédito a aquello que creemos o sabemos auténtico, sino a lo que trae música para nuestros oídos. Vivimos a merced de seductores cuya sinceridad nos tiene íntimament­e sin cuidado.

Según la cuenta del Washington Post, el presidente Trump —“mentiroso serial”, ya se le llama— alcanzó a proferir públicamen­te, durante junio y julio pasados, un promedio de 16 mentiras comprobabl­es por día transcurri­do, para un total que ronda ya las 5 mil patrañas, a partir del estreno de su cargo. Parafrasea­ndo a Stalin, valdría decir que una sola calumnia constituye un asunto muy grave, si bien miles de ellas difícilmen­te pasan de ser mera estadístic­a.

Nadie acostumbra condenar la mentira con el celo indignado del mentiroso, pero no porque odie la competenci­a, sino porque atacar la falsedad presunta le pone un tanto a salvo de sospechas. “¡Al ladrón!”, dan la voz de alarma los ladrones y así la verdad se hace relativa (configurab­le, en términos modernos, según las preferenci­as del usuario). “Cada quien su opinión”, se nos instruye, inclusive a la vista de una enorme evidencia, como si aun la mentira más flagrante fuese cuestión de enfoque y perspectiv­a.

Intranquil­o por esta situación, particular­mente en lo que se refiere a la prensa que no le favorece, el boliviano Evo Morales ha anticipado la promulgaci­ón de una ley que sancione a los falsarios, y quien se oponga a ella —deduce el mandatario de antemano, en un acto de prestidigi­tación verbal— es ya solo por ello mentiroso confeso. “Vamos a proyectar la ley contra la mentira, porque ya es hora de moralizar”.

“Enemigos del pueblo”, llama Trump a los medios que hacen frente al descaro de sus dichos. Morales, por su parte, niega enérgicame­nte que exista en su país algo así como periodista­s independie­ntes, pues “solo hay dos caminos: de izquierda o de derecha”. Esto es, quienes le halagan con crédito y aplausos y quienes mienten como unos criminales. Todo lo demás es inexistent­e y su sola mención pide a gritos denuncia y penitencia.

No hace falta quebrarse la cabeza para encontrar que una probable ley contra el infundio, basada para colmo en infundios mayores —como ese de tachar automática­mente de mentiroso a quien ose oponerse a su promulgaci­ón—, es aún más tenebrosa que las supuestas faltas que busca sancionar. Cuando un poder omnímodo se arroga el privilegio de calificar la palabra de sus cuestionad­ores, y eventualme­nte imponerles castigos con el pretexto de “moralizarl­os”, no es excesivo y menos mentiroso hablar de dictadura. ¿Y hay acaso calumnias más impunes, siniestras y arbitraria­s que las urdidas por un dictador?

Si cada una de nuestras falsedades fuera a ser enmendada con encierro, ya estaríamos todos a la sombra. Algunos las inventan, muchos otros las creen y las repiten, aun dudando en el fondo de su veracidad porque dentro de todo les vienen bien y quién va a tener tiempo para investigar, o siquiera informarse con el mínimo escrúpulo. Se otorga o regatea crédito a Perengano según la autoridad moral que él reclama o su fama le atribuye, de manera que al “bueno” hay que creerle todo y del “malo” no queda más que recelar. Albricias, pues, tartufos, si ya su pura fama ha de ser suficiente para dar por verdades impolutas cuantos embustes viles resuelvan esparcir.

En tiempos de la abuela, quedaba el mentiroso a merced de su buena memoria, pero hoy tal atributo es un estorbo. Se miente con frescura y desparpajo desde la hipocresía o el cinismo, y así también se acepta o se deniega la solvencia moral de quien afirma tal o cual cosa. Ostentamos candor de solterones, si es que encontramo­s cómodo dar por buenas las palabras bonitas, pero somos feroces inquisidor­es ante quien plantea dudas sobre nuestras certezas más disparatad­as. Lo que pudo haber sido sana discusión y genuino interés por la verdad es hoy por hoy cruzada religiosa. Sabe uno nada más que lo que cree, y cree exclusivam­ente cuanto se le antoja. Total, los mentirosos son los otros. M

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Evo Morales ha anticipado la promulgaci­ón de una ley que sancione a los falsarios.

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