Milenio

Muertos tendidos en el piso tu vida cambia, es inexplicab­le esa cercanía al cuerpo muerto, aunque no lo conozcas, lamentas que esté ahí, inevitable­mente piensas que podrías ser tú o alguien que conoces

Cuando acabas de ver

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Nadie es distinto en estas circunstac­ias, a esta hora de la madrugada, somos iguales. Debería pedir cinco cervezas más, 25 vasos desechable­s, fue incómodo, extraño. La mujer y su hija han dejado de gritar, la zona está acordonada. La música nos salva del ensordeced­or miedo que nos acorraló hace más de cuatro horas. Alguien repite por novena vez la canción que nos impide pensar. Cantar es una defensa, reír es una defensa, beber es la barrera que nos separa de la angustia. El rostro no refleja emociones, ha dejado la chamarra en el respaldo, su maleta descansa en sus pies, conserva los protectore­s que usa en el trabajo, siete personas y dos empleados ocupamos el local, todos en silencio apuramos nuestros tragos. Nadie quiere hablar, nadie quiere llegar a casa, ¿quién quiere estar solo después de presenciar el horror?

El reloj no tiene pila, nadie se ha preocupado en cambiarlas desde que dejó de funcionar, los manteles coloridos me parecen sombríos. Un viejo está ofreciendo cigarros sueltos y dulces, he perdido una vez más el encendedor, le compro una cajetilla entera, cerillos de mi signo zodiacal. Un mujer de vestido violeta está recargada en la mesa, duerme, su amiga acaricia aquel cabello maltratado por tantas batallas grotescas, ganarse unos pesos entre extraños no es fácil. Me pregunto si alguno de nosotros ha pensado que no somos diferentes, que aquí todos somos iguales. Pido el primer corte, no me gusta beber de corrido durante toda la noche sin pagar poco a poco, el encargado me hace un descuento porque le ayudé a lavar las paredes en las que sin explicació­n lógica llegaron gotas de sangre. Todos tenían miedo de salir, bajamos la cortina, en lugar de irnos, nos quedamos. Nadie inocente podrá dormir, en lugar de descansar querrán permanecer entre personas ajenas para no sentirse vulnerable­s. Cuando acabas de ver muertos tendidos en el piso tu vida cambia, es inexplicab­le esa cercanía al cuerpo muerto, aunque no lo conozcas, lamentas que esté ahí, inevitable­mnte piensas que podrías ser tú o alguien que conoces. Algunos creen que el destino es algo marcado por una especie de suerte divina que nos salva de las desgracias, nada más falso. Nadie está predestina­do a nada. Ese hombre ciego que pide un trago más no estaba predestina­do a estar aquí entre nosotros. Y como si se tratara de una cena entre amigos, el ciego nos habla desde su mesa pidiendo unas monedas para continuar bebiendo.

—No se preocupe, le invito dos cervezas.

Ha dejado el gafete encima de la mesa, es muy joven, no tiene marcas de amargura en el rostro, desdobla una servilleta en la que anotaba algunas palabras minutos antes, después busca la cartera en la maleta que tiene en los pies, paga, regresa a su vaso sin mirar a nadie.

—Gracias, ¿cómo te llamas?

—¿Usted, cómo se llama?

—No desconfíes, me dicen Tiresias, por ciego y adivino.

—Te invito dos más si adivinas mi nombre.

En la mesa situada junto a la puerta, un mariachi de moño negro con blanco ríe. En esa risa descrifram­os el miedo de todos los que ocupamos este local, hemos bajado la cortina como si en ese acto la maldad del mundo se quedara afuera, como si esa cortina nos protegiera de morir acribillad­os, en esa delgada capa de metal se depositan todas nuestras esperanzas de no quedar tendidos en la plaza, con los ojos abiertos, asustados de tanto vivir.

—A nadie le importa cómo te llamas, es simple cortesía, agradecimi­ento, ustedes siempre creen que los siguen porque se la pasan siguiendo a otros, espiando.

Deja su vaso, se levanta, introduce una moneda, la canción se repite.

No sé si el silencio es un espacio reflexivo, tal vez es un asesino de nosotros, de los que no podemos estar solos. Abro la cajetilla que compré al viejo, deslizo el cerillo en la cinta de la caja, enciendo sin pensar el cigarro que me ayudará a contener todo lo que está atrapado dentro de mi cabeza. Levanto la mano, pido una cerveza familiar y tres vasos, invito a mi mesa al mariachi que reía, al joven con la maleta en el piso, al ciego que llaman Tiresias. De pronto somos cuatro personas rodeando un envase vacío, el ciego deposita las monedas que le quedan al centro de la mesa, el mariachi paga la siguiente ronda con un billete de 500 mientras guarda las monedas muertas sobre la mesa. —¿Van a venir por ti? —No, ya salí, me tocó guardia ayer, tuve que venir de emergencia. —¿Qué pasó? —¿Qué versión quieres? —La más creativa —La de los periodista­s. —¿Qué dicen? —Ajuste de cuentas. —¿Y tú? ¿Qué dices? —Nada, ya salí del trabajo, salud. La chamarra de “Servicios Periciales” descansa en el respaldo, me gustaría decirle que nadie elegimos lo que creemos ser, sus ojos me miran, se detienen, nos reconocemo­s. —¿Tú viste todo, verdad? —No, estaba buscando mi encendedor en el piso, solo alcancé a ver cómo se iban para el callejón.

—Eran 12… los que se fueron, porque otros se quedaron, siguen por aquí. Eran muchos.

La voz de mujer retumba más fuerte en el local.

—Los conté, seis se fueron por Honduras, cuatro para el callejón, uno se quedó en la tienda como si nada, los otros se fueron hacia El Tenampa, todos estaban vestidos de mariachi.

El hombre que pidió los 25 vasos desechable­s, alza la mano, invita una cerveza a la mujer que habló. Brinda con ella. Todos nos miramos desconocer­tados como si en esa mirada alcanzáram­os el punto más alto del entendimie­nto entre nosotros. Alguien a mis espaldas se levanta, pone una moneda, en un abismo profundo y negro como mi suerte, quise hallar el olvido. El ciego dice que tiene frío, ese hombre le pone la chamarra negra. —¿No te da miedo estar aquí? —Estuve allá afuera a la vista de todos, ¿qué más podría pasarme? Tengo una amiga que trabaja en un call center, gana más que yo, no se arriesga, nosotros hacemos el trabajo sucio de los jefes, somos a los que matan, nos amenazan. Tengo compañeros que no han vuelto a casa. Una vez fui a un levantamie­nto cerca del reclu norte, nos dispararon. Otra vez el hermano de un muerto me pidió el celular de la víctima, que pobre, había matado a dos ya, tenía dos cargos por robo con violencia, un ingreso por violación a menor de edad, el hermano estaba más preocupado por cómo quitarle las manchas a los tenis nuevos que exigió que entregáram­os de inmediato, nos rodearon como 15, no le preocupaba el cuerpo de su hermano. Se perdió en esa ocasión una supuesta esclava de oro, tuve que pagarla porque mi fotógrafo es bien uña, casi me despiden por su culpa. A putazos me tengo que ganar cada noche un sitio para poner colchoneta cuando me tocan guardias, uso un arma que se traba. ¿Miedo?, no pierdo ya nada, invito la que sigue, acabo de rayar ayer. Alguien toca en la cortina, son dos mariachis con cortes modernos, sin decir palabra alguna avanzan a la mesa del fondo, le dan un billete a la mujer de vestido violeta que se incorpora, después van directo a nuestra mesa, toman al ciego de los brazos, ríe. Levantan su cuerpo que parece ligero entre aquellos brazos que lo atenazan con fuerza, ríe como si en ese sonido desahogara el dolor. Se lo llevan. El mariachi de moño negro con blanco se levanta e introduce una moneda en la rockola. Todos guardamos silencio. M

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