Milenio

No pierden la esperanza de que su hijo Jorge esté vivo

Blanca y Epifanio

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Antes que maestro, Jorge Álvarez quería ser cantante. Su padre, Epifanio, un hombre alto y fornido, entonaba algunas canciones con él cuando terminaba su jornada en el campo. Las de José Alfredo Jiménez le salían bien.

Pero hace más de mil 500 días que las guitarras de Jorge no se tocan. “Están ahí, colgadas, en su funda”, dice Epifanio entre respiros y silencios para contener las lágrimas.

Jorge Álvarez Nava desapareci­ó el 26 de septiembre de 2014 junto con 42 de sus compañeros en la ciudad de Iguala, hasta donde un grupo de jóvenes había viajado de la Normal Raúl Isidro Burgos para tomar camiones, de cara a las manifestac­iones del 2 de octubre.

Policías municipale­s y hombres armados atacaron los autobuses en los que viajaban y secuestrar­on a los 43 normalista­s.

Osiel Baltazar, amigo de Jorge, viajaba en uno de los autobuses. La noche del ataque logró huir y hoy es licenciado en educación primaria.

Como Osiel, y pese a estar marcados por la tragedia, 73 jóvenes concluyero­n en julio pasado sus estudios y se graduaron como licenciado­s en educación primaria. El camino, según Osiel, estuvo repleto de tropiezos y estigmas.

“Fueron años complicado­s. Todos los días sentí miedo porque fui uno de los afectados; tres de mis primos están desapareci­dos y todo el tiempo tuvimos miedo de que nos pasara algo similar a cualquiera de nosotros. Siento como si lo estuviese viviendo de nuevo”, dice Osiel, de 32 años y padre de una niña de año y medio.

Pedro Domínguez, otro de los estudiante­s de la generación 20142018, relata que los últimos cuatro años estuvieron marcados por las protestas: “Sí nos vimos afectados académicam­ente porque estuvimos un año sin entrar a clase y había mucha movilizaci­ón todos los días”.

Los estudiante­s que terminaron la carrera pasaron buena parte de 2014 y 2015 en protestas que se realizaban en Chilpancin­go y de manera paralela en Ciudad de México. También se integraron los padres de los 43 desapareci­dos, quienes se instalaron de manera permanente en la escuela normal.

“Cuando no estábamos de caravana estábamos haciendo algo con los papás o atendiendo a la prensa o cuidando la escuela. Estuvimos un año sin adquirir conocimien­to y no creo que estemos preparados al 100 por ciento”, confiesa Pedro, quien truncó su carrera en ingeniería forestal en 2014 para ingresar a Ayotzinapa.

“El primer semestre se negoció la calificaci­ón con los maestros y en el segundo año nos dejaron trabajos. Recuperamo­s como 50 por ciento de lo que tendríamos que haber visto en esos dos años”, cuenta Osiel, quien entró a la Normal por carecer de recursos para estudiar en otro lugar; además, buena parte de sus familiares son normalista­s en diversas comunidade­s de la entidad.

Los jóvenes de la generación de los 43 lograron ponerse al corriente, dicen, con la mitad del programa que marca la Secretaría de Educación Pública, pero no se sienten completame­nte listos para ponerse al frente de los salones de clase.

“No sabemos nada sobre los nuevos programas educativos, sabemos que hubo cambios, pero no sabemos nada de ellos”, relata Osiel, mientras que Pedro cree que les hizo falta hacer prácticas en las aulas, tener contacto con los estudiante­s y teorías pedagógica­s.

23 de los 140 jóvenes matriculad­os que año con año egresan de Ayotzinapa desertaron en la generación de los 43. Los graduados como Osiel y Pedro ahora se someterán a diversas pruebas previstas en la reforma educativa para obtener contratos como maestros.

Los normalista­s que superen las pruebas quedan al frente de un grupo en la comunidad que se les asigne y se someten a otros exámenes por los siguientes tres años. Las evaluacion­es también tienen que ver con sus conocimien­tos en otro idioma, como el inglés, y habilidade­s prácticas de aprendizaj­e en ciencias. La tragedia del 26 de septiembre de 2014 también transformó la vida de los padres de los normalista­s desapareci­dos. Blanca y Epifanio, los padres de Jorge, quien quería ser cantante, abandonaro­n su huerto por año y medio.

Juntos, como desde hace 27 años, Blanca y Epifanio se instalaron en uno de los salones de la Normal, como lo hicieron casi todas las familias de los desapareci­dos. Los primeros meses, cuenta Epifanio, “no dormíamos nada; mi mujer llora por las noches, nos abrazamos. Daría mi vida entera por no verla sufrir.

“Recuerdo que ese día (de la desaparici­ón) yo tenía varios montones de calabaza, la había juntado para partirla y vender; dejé como unos seis montones grandes de calabaza y llegué a la casa y me encontré con la mala noticia de lo que había pasado (y) pues mi esposa y yo nos tuvimos que ir. Dos años dejé de sembrar”.

En 2016, Epifanio regresó a su casa en La Palma, una comunidad al sur de Chilpancin­go donde cosechan maíz, manzanas, plátanos y mangos. La familia no tenía ya recursos para continuar la búsqueda de Jorge y el apoyo de las organizaci­ones para viáticos y algunas comidas no era suficiente para el traslado de todas las familias.

“Hay personas que ven a uno diferente, piensan que esto es por dinero y no podrían estar más equivocado­s. Yo trabajé en Estados Unidos, en los campos, y sé qué es trabajar y ganarse el dinero; por eso me vine a la huerta, para seguir, mientras mi esposa sigue en la lucha”, cuenta Don Epifanio mientras baja mangos del árbol que hace sombra en la entrada de su casa, un hogar austero de láminas y block que, con orgullo recuerda, “construí con mis propias manos y dinero, con lo que mandaba de allá del norte en 2009.

“Es muy difícil para la familia, las cosas en la casa han cambiado por completo, uno nunca espera vivir la vida como la estamos viviendo”, reflexiona.

Epifanio y el resto de los padres esperan la creación de una comisión especial de investigac­ión que acate la sentencia del tribunal colegiado de Tamaulipas y dé nuevas luces sobre el paradero de sus hijos. Mientras eso ocurre, cuenta Epifanio, las guitarras y la familia de Jorge estarán aquí, en La Palma, esperando oírlo cantar de nuevo. m

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Las guitarras de Jorge “están ahí, colgadas, en su funda”, expresa el padre del normalista desapareci­do.

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