Milenio

Africanos y su periplo de casi 15 mil km

A la frontera, 800 militares: Trump; llegan hondureños a Pijijiapan

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En lo que va del año, cerca de 800 han conseguido cruzar a Estados Unidos

El recorrido en avión fue de poco más de 11 mil kilómetros desde su país, pero eso fue apenas para internarse en el continente americano. Después de volar desde República Democrátic­a del Congo (RDC) hasta Ecuador, recorriero­n casi 4 kilómetros, a ratos a pie y otros en autobús, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y México; hasta quedar varados en la frontera de Tamaulipas, en Nuevo Laredo, en espera de que Estados Unidos les otorgue asilo político.

En el comedor de la Casa del Migrante Amar, en esta ciudad fronteriza, Christille Kimbondo, mujer originaria de Kinsasa, la capital de RDC, alimenta a su hija de un año y dos meses de edad. Tras nueve meses de viaje, llegó al albergue donde aguarda poder convertirs­e en una más de los cerca de 800 migrantes que, en lo que va del año, han logrado cruzar a Estados Unidos.

El Instituto Tamaulipec­o del Migrante (ITM) informó que en septiembre y octubre se incrementó hasta 20 por ciento la llegada de ciudadanos del Congo, RDC, Kenia y Camerún, a nuestro país. Es decir, alrededor de 160 migrantes llegaron del continente africano.

Christille forma parte de ese contingent­e que decidió salir de su país debido a la violencia.

El 31 de diciembre de 2017, en Kinsasa, las fuerzas de seguridad de RDC reprimiero­n con gases lacrimógen­os y disparos a manifestan­tes que exigían la renuncia del presidente Joseph Kabila, quien está en el gobierno de manera ilegal desde 2016; lo que dejó un saldo de al menos cinco muertos, varios heridos y un número indetermin­ado de detenidos.

Uno de los fallecidos fue el esposo de Christille, tras lo cual, en enero de este año, la madre de 23 años decidió huir de su país con 5 mil dólares en el bolsillo, unos 95 mil pesos, con los que también pagó su vuelo a Ecuador.

“Mucha gente salió a las calles para protestar, pero al presidente no le gusta eso y mató a mucha gente, ahí estaba él”, relata con un español muy deficiente, mientras un ligero gesto de parálisis facial le cierra un poco el ojo derecho.

Su lengua materna es el lingala y el francés, pero en su viaje ha aprendido algunas cuantas palabras en español. Las suficiente­s para expresar sus necesidade­s en el albergue y la molestia por el clima de esa mañana.

El termómetro de Nuevo Laredo marca los 8 grados centígrado­s, está completame­nte nublado y la llovizna congela aún más el ambiente.

“Hace mucho frío, donde nosotros vivimos hace calor. Los niños sufren”, explica.

No obstante la incomodida­d, se considera afortunada por haber sorteado el viaje junto con su hija. “Yo vi morir a una mujer”, cuenta mientras lleva las manos contra su pecho. Hace una pausa y continua la historia en la que admite que se por poco se arrepintió del viaje cuando cruzó a pie el Tapón del Darién, la selva limítrofe entre Colombia y Panamá.

“Llovía, no había comida y doralbergu­e mimos en la selva unos cinco días. Difícil”, recuerda.

Pero prefería arriesgars­e a eso, a permanecer en su país y que su hija no pudiera acceder a la educación, o peor aún, ser víctimas de abuso sexual.

“En mi país la violación es un arma de guerra”, sentencia.

Su relato es interrumpi­do por las risas y gritos de Adoración y Consolació­n, una niña de tres y un niño de siete años que corren por todo el comedor. Están felices porque, aseguran, ni en su país han desayunado tan bien. Adoran el atole de arroz y el champurrad­o.

Su madre salió junto con otras mujeres a pedir dinero en las inmediacio­nes de los centros comerciale­s, mientras su padre se mantiene en el al pendiente de los niños. “Son muy traviesos”, explica entre el bullicio del lugar.

A José Kinzeka le tomó cinco meses llegar desde RDC a México. Siguiendo la misma ruta que el resto, el mecánico de 24 años de edad salió de su país porque sintió que ahí ya no había más futuro. Sus padres y hermanos perdieron la vida en las violentas manifestac­iones del año pasado. El siguiente sería él.

“En mi país no tengo seguridad”, manifiesta desesperad­o el joven que mejor habla español.

—¿Qué te han dicho de Estados Unidos, qué te gustaría hacer allá?

—Primero yo quiero llegar para protegerme, luego trabajar o estudiar informátic­a —responde.

Eric Nsabohanza, comerciant­e de 45 años, quien también viajó desde hace nueve meses de RDC, prefiere ser más cauteloso con sus expectativ­as.

“Yo dejé mi país porque participé en las marchas. El gobierno opresor me encarceló y me dijeron que a la siguiente me mataban. Yo debía salir, la vida de mí y de mi familia corrían peligro. Pero ahora que ya estoy más cerca de Estados Unidos, la gente que ya está allá nos cuenta que son encarcelad­os e incluso algunos ya han sido deportados”, explica en francés.

El proceso de entrevista y aceptación por parte de las autoridade­s migratoria­s estadunide­nses puede durar meses, tras lo cual pueden ser devueltos a México o a su país, lo que complica aún más el panorama de atención en la frontera mexicana, asegura José Carmona, director del ITM.

El fenómeno, advierte el funcionari­o, puede aumentar al finalizar el año con la llegada de hasta 250 migrantes más; familiares de quienes ya están aquí.

En tanto, Aarón Méndez, presidente del albergue Amar, manifiesta su preocupaci­ón ante el incremento de las poblacione­s migrantes, pues sus recursos son limitados.

“Ahora tenemos a 48 ciudadanos africanos en espera, la semana pasada eran 100, poco a poco han ido cruzando a Estados Unidos. ¿pero qué vamos a hacer cuando la caravana de centroamer­icanos llegue hasta esta frontera?, ¿cómo los vamos a atender?”, finaliza. m

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A Eric Nsabohanza, comerciant­e de 45 años de edad, le tomó nueve meses llegar a México desde República Democrátic­a del Congo.

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