No es el aeropuerto
Lejos quedaron las épocas cuando Jacobo Zabludovsky reporteaba puntualmente en la cadena monopólica del soldado del presidente sobre la última hambruna en Biafra o el más reciente tifón en Jakarta, mientras que en México la tortura, la desaparición forzada y el fraude patriótico se perpetraban en relativo silencio. La eficacia de esa propaganda oficial y oficiosa acabó parcialmente en México con la caída de la dictadura, pero en el mundo, cuando menos en las partes del mundo que aún ostentan pretensiones democráticas, fue aniquilada por internet y las redes sociales, que hoy nos muestran desde cualquier celular cómo comer pastillas de detergente o el hallazgo de agua en Marte. El reto de esta bonanza es evaluar la pertinencia o la verosimilitud de los contenidos, y esa dificultad juega a favor de los demagogos del momento: ante la imposibilidad de controlar el discurso público como antaño, han optado no tanto por censurar o impedir la difusión de la realidad, sino por su distorsión.
El lago se vende como una urgencia ecológica a pesar de que éste dejó de existir hace décadas; el subsecuente resbalón financiero se presume como una postura valiente ante los mercados capitalistas e imperiales como si el oneroso quebranto fuera motivo de orgullo, y la cancelación de la obra se congratula como un freno a la corrupción peñista cuando AMLO ha dicho a diestra y siniestra que a su antecesor no se le va a perseguir ni con el pétalo de una rosa. Sin mencionar que, cuando despertamos en Santa Lucía, el Riobóo seguía allí.
Este fenómeno pasa forzosamente por el ataque y la descalificación de todo aguafiestas que ose señalar cualquier incongruencia o falsedad del amado líder, convirtiendo al periodismo crítico en el enemigo del pueblo (bueno). El periodista, por el mero hecho de hacer su trabajo, es calificado, al margen de su aportación, de su trayectoria o de su desempeño, como chayotero, alarmista, mafioso o fifí. El mundo se ve dividido tajantemente entre buenos y malos, donde solo los solovinos pueden ser buenos y solo los mudos tienen el beneficio de la duda. Así, quienes denuncian la consulta como hecha a modo para arrojar un resultado contrario al deseo de las mayorías — que en encuesta tras encuesta preferían Texcoco—, o como ejercicio ilegal, estadísticamente falaz y demagógico, diseñado para justificar el capricho autoritario de López Obrador y evitándole a la vez responsabilizarse del mismo, son dibujados como frívolos, cuando el agravio institucional y cívico es mucho más grave y profundo que la mera decisión geográfica del futuro aeropuerto, además de un pésimo presagio de lo que está por venir.
Vengan esos aviones autorrepelentes: hacernos tragar un aeropuerto entero de falacias se antoja juego de niños si una caterva de dinosaurios formados en el más rancio priismo, arropados en corrupción y liderados por un megalómano autoritario cuyo único rasero axiológico es la lealtad a su persona, logró convencer al país de encarnar el cambio, la democracia y la probidad.
El lago se vende como urgencia ecológica, pero dejó de existir hace décadas