AMLO, líder político y religioso
Lo seductor de López Obrador no solo es su discurso contra la corrupción y su convicción de que el pueblo ahora sí tiene la única palabra, pueblo que se expresa en la medida y forma que él defina, como sucedió en la farsa de consulta que ordenó la suspensión del aeropuerto de Texcoco
Andrés Manual López Obrador es un político fuera de lo convencional. Para comprenderlo es útil verlo más como un líder religioso que como uno del espectro mundano de la política. Su desprecio por el poder y sus élites lo lleva a rechazar la institucionalidad que les arropa, pero que es, también, elemento insustituible de la democracia. Está en el mismo plano del de la mayoría de los mexicanos en su desprecio a las instituciones de la democracia: leyes, sus hacedores, poderes públicos, partidos, funcionarios electos, órganos autónomos y, de paso, medios críticos y organizaciones de la sociedad civil.
Lo seductor de AMLO no solo es su discurso contra la corrupción y su convicción de que el pueblo ahora sí tiene la única palabra, pueblo que se expresa en la medida y forma que él defina, como sucedió en la farsadeconsultaqueordenólasuspensióndel aeropuerto de Texcoco. Lo que más atrae de López Obrador es el deseo de que tenga razón. Que con él en la Presidencia se acabará la corrupción y con ello habrá dinero para todo lo bueno, crecimiento y gradualmente paz social. La madre de todas las batallas es acabar con la venalidad y en eso difícilmente habrá quien no coincida con él, al menos en el propósito.
Seduce y convence por su convicción. Su comparecencia ante los medios no es la de unpolíticoquerazonayargumenta,eslade un hombre de prédica, de verdades reveladas, que convoca no a la razón, sino a la fe. La fuerza de sus convicciones, no la calidad de sus argumentos es la que interpela a muchos y es cemento de sus numerosos seguidores. Ciertamente, mejor para todos que López Obrador tuviera razón.
El éxito de su reclamo contra la corrupción le llevó al triunfo y ahora también a revisar su tesis del perdón y olvido a los corruptos; 9 de 10 mexicanos le exigen que actúe frente a lo que denunció y convenció. Precisamente porque se le cree ganó abrumadoramente, pero los que le votaron y los demás no quieren impunidad. Que el que la hizo la pague, nada de perdón y menos de olvido.
Hay condena al pasado, pero las sanciones necesariamente pasan por procesos legales, pruebas, defensa y sentencias formales que son revisables. En otras palabras, la justicia poética del pueblo frente a la corrupción, avalada y promovida por el nuevo presidente, solo puede tomar curso mediante la institucionalidad que se desprecia y por ratos se repudia. Solo el perdón y el olvido comparten la misma calidad que la acusación abstracta sobre el pasado y sus supuestos beneficiarios. El pueblo ya los ha condenado y el líder, por no distraerse en complicaciones pretende perdonarlos. Sentencias en abstracto, absoluciones igualmente en abstracto.
La justicia auténtica camina por otro sendero. No es la de la venganza pública y del perdón obsequioso o interesado. No es potestad del gobernante, sino de quien denuncia y del juez que condena. El gobernante puede pretender perdonar de manera genérica, pero eso pasa por el Congreso, no por la discrecionalidad presidencial. Tan simple como esto: si hay responsables, que se les detenga, se les someta a proceso, se pruebe su responsabilidad y se les sentencie. Si el futuro presidente piensa de otra forma, que presente iniciativa de amnistía al Congreso.
Pero la justicia formal es de tiempos. Carlos Salinas inició gobierno hace 30 años, Ernesto Zedillo hace casi cuarto de siglo. No puede haber indagatoria de atrás hacia delante, sino de Peña Nieto hacia atrás. Además, el Presidente cuenta con inmunidad constitucional. Para lograr lo que el Presidente electo involuntariamente ha promovido, requerirá de un cambio constitucional mayor y en eso sí tiene razón, se pierde el presente y el futuro en el afán de juzgar al pasado. Pero como en su decir, el pueblo manda, más vale que se dimensione lo que viene porque no hay otra forma de justicia que la del debido proceso, esto es, la de las leyes, tribunales profesionales e independientes, pruebas fehacientes y sentencias fundadas.