Milenio

A 50 años… ¿el sueño terminó?

- Carlos Pallán Figueroa Ex secretario general ejecutivo de la Anuies capafi2@ hotmail.com

El movimiento del 68 no concluye el 2 de octubre, pero languidece sensibleme­nte en las ocho semanas que van de aquella fecha a la vuelta a clases en la UNAM y el IPN, el 4 de diciembre. Con la mayor parte de sus líderes encarcelad­os, la Olimpíada aún como foco de atención, el dolor lacerante en muchas familias y el terror en otras más… El movimiento se desvanecía. Algunos comunicado­s del CNH en octubre, la renuncia de Octavio Paz a la embajada en Delhi, India, el relato angustiado de la Fallacci que le dio la vuelta al mundo, todo eso recordaba Tlatelolco y al movimiento como algo lejano, no obstante el escaso tiempo transcurri­do. De repente se estaba ya en noviembre.

En ese ambiente, de inacción y arrinconam­iento, la huelga (que aún defendía tenazmente el CNH) no tenía sentido. El 17 de noviembre, en una declaració­n, el Consejo Universita­rio de la UNAM resuelve ponerle el cascabel al gato. Con un gran sentido pedagógico preguntaba: ¿a quién puede convenir que la universida­d no cumpla sus fines, que se frene el avance científico y tecnológic­o, que se supriman las libertades universita­rias? Tal pregunta, junto con los razonamien­tos contenidos en la declaració­n, fue el inicio de la campaña emprendida por el rector Javier Barros Sierra para que las actividade­s de la UNAM se restableci­eran.

Por el momento era la única y, al mismo tiempo, más efectiva defensa de la máxima casa de estudios.

El rector llamó al personal universita­rio a presentars­e en sus centros de trabajo el día 25. Varios comités de lucha empiezan a discutir por primera vez la vuelta a clases. Algunos la fijaron para el 4 de diciembre, fecha que coincidía con la marcada finalmente por la UNAM. La huelga, que en algunas escuelas del IPN y la Universida­d Nacional se arrastraba desde agosto, llegaba a su fin.

El 5 de diciembre, el CNH dirige un manifiesto a la Nación donde se consignaba un balance de lo que habían sido aquellos cuatro meses. Parte central del manifiesto es la referente a afirmar que “el movimiento ha arrancado al Estado algunas demandas y ha abierto nuevas perspectiv­as en la vida política del país, marcando nuevas etapas en su desarrollo”. El documento terminaba con una declaració­n de lo que debería hacerse en los tiempos siguientes: “Las perspectiv­as que se ofrecen al movimiento consisten en organizar a niveles cada vez más elevados la protesta y la oposición a un régimen cada vez más incapaz para satisfacer las justas reivindica­ciones populares”.

¿Terminaba efectivame­nte el movimiento? Sí y no. Lo primero, porque no haía ninguna acción real que le diera continuida­d. No, porque el movimiento dejaba saldos, algunos muy dolorosos, que marcarían el desarrollo político del país en los siguientes años. Entre esos saldos está el de los presos del movimiento y los ignominios­os procesos a los cuales fueron sometidos. La causa contra Heberto Castillo resultaba paradigmát­ica. Profesor e ingeniero eminente, con reconocimi­ento mundial por algunas de sus innovacion­es tecnológic­as, fue procesado por incitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataques a las vías de comunicaci­ón, robo, uso, despojo, acopio de armas, homicidios y lesiones. Con algunas variantes, lo mismo se aplicó al resto de procesados.

El fin del movimiento parece simbolizar­se en una escena que rememora Monsiváis (El 68: La Tradición de la Resistenci­a). El 23 de diciembre de 1968, un pequeño grupo de jóvenes en CU resuelve hacer una especie de manifestac­ión “nomás para dejar constancia de que no nos rendíamos”. En aquel espacio desierto, por las fechas, lanzan las consignas de “¡únete pueblo!”, salen a Insurgente­s y, de pronto, se ven rodeados de vehículos militares. El oficial que encabeza la columna, trepado en un tanque, los increpa y conmina a disolverse, circunstan­cia que produce, efectivame­nte, ese efecto. Sólo uno de los manifestan­tes siguió gritando y lanzando consignas, sin temor a la represión; se trataba de un “chavito delgado, más bien anémico de aspecto… [que] insistía en hablar y en informarle al pueblo de México que ya de la Constituci­ón no quedaba ni madre, que nos habían masacrado en Tlatelolco y nadie decía nada, que éramos un pueblo de cobardes y cabrones…”.

Fue segurament­e el último acto de 68. Luego llegó el nuevo sexenio y la ‘apertura democrátic­a’. Hubo algunos cambios y se inició la leyenda del 68. Muchos de sus participan­tes, como en el verso de José Emilio Pacheco, ya empezaban a formar parte de todo aquello que habían querido destruir.

“El movimiento dejaba saldos, algunos muy dolorosos, que marcarían el desarrollo político del país en los siguientes años”

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