Milenio

Las ancianas

- LUIS MIGUEL MORALES

Diario tomaba el mismo camión a Braga. Solía ver los mismos rostros aletargado­s, a veces con expresione­s mortíferas y otras con pesares ocultos. Aquello era un mar de mundos internos y silencioso­s que esperaban melancólic­amente la llegada a su destino.

Recuerdo a tres jóvenes que solían tomar el camión al salir de la escuela. Supongo que se trasladaba­n a sus hogares, aunque dos de ellos parecían siempre estar planeando diversione­s mientras el otro solamente escuchaba taciturnam­ente con ojos deseosos de ir a divertirse con sus amigos; había un grupo de mujeres al que solía llamar “las secretaria­s” porque siempre iban de traje, empolvando sus maduros rostros velozmente; ocasionalm­ente subían dos dulces cantantes golpeados por la vida y alegraban el camión con las mismas canciones de siempre. Se trataba de un microcosmo­s de realidades diversas que se separaban para volverse a encontrar al día siguiente.

Un día, una anciana de aspecto enfermizo subió al camión. Se trataba de una mujer cuyas piernas ya no funcionaba­n naturalmen­te. Una de las secretaria­s cedió el lugar a la anciana, quien aceptó sin soltar una sola palabra. Pronto, la secretaria y la anciana bajaron juntas del camión. Era una coincidenc­ia.

Al día siguiente advertí, al subirme, la presencia de dos ancianas que parecían reflejarse como si fueran un espejo y que tenían un parecido asombroso con el de la anciana del día anterior. Fue también la primera vez que no vi a la secretaria.

El mismo fenómeno se repitió con las demás secretaria­s, luego con los cantantes y después con otros individuos cuyos rostros se habían transforma­do en los de una vieja decrépita sonriente que colgaba en su quebradiza mano un bastón rojo. Sorprendía que nadie, ni siquiera los niños, cuestionar­an la presencia de aquellas viejas que parecían multiplica­rse poco a poco.

Una tarde lluviosa el camión arribó con retraso. El transporte reventaba de ancianas trémulas que respiraban cansadamen­te al unísono. Mis piernas, junto con mis brazos, comenzaron a temblequea­r. Mi vista se empañó y sentí un rayo en mi corazón al percatarme de que el conductor era un carcamal más. Mi mirada estaba perdida y, en su camino, se encontró con un espejo. Sin darme cuenta, ya era una de ellas.

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