Maruan Soto
La tendencia clientelar de nuestra política
Cada vez más, el entusiasmo de la actual administración por cierto tipo de programas, anuncios o políticas públicas devuelve a la eterna e insuperable diatriba sobre el centralismo y la tendencia clientelar de nuestra política. Con su implementación no se está apostando por una transformación ni por la simple renovación de las clientelas que tanto conocemos. El gobierno mexicano está reinventando el sistema tradicional desde sus vicios, con sus herramientas más eficaces, en una apuesta que podría traer preocupaciones más profundas.
Sería históricamente simplista darle a la maestría de la trampa y el engaño el peso que durante el siglo XX sostuvo al partido hegemónico en el poder. Era más que eso. Se trataba de un sistema entero. Los nuevos, que no son nuevos, entendieron en él las razones de su longevidad y detectaron los defectos que hicieron perder su control.
En este país es frecuente hablar de los gobiernos y de los partidos, pero se llega a marcar alguna distancia de ofensa permisiva con su base social. Las estructuras que los sostuvieron al engranarse en un esquema que les dio frutos, siendo o no beneficiarias emblemáticas de él. Un enramado completo que extendió todos los brazos posibles del poder, de la fuerza urbana al control rural, para dominar el espectro emotivo e ideológico de un país.
A través de una relación de premios y castigos a subalternos, a gobernados y a estructuras, se impuso un aparato en el que la carga intermedia se depositó sobre los monolitos clientelares —centrales, sindicatos, confederaciones—. Todos ellos envejecieron y con sus arrugas resquebrajaron el sistema.
La estructura del partido, su sistema, fue por mucho tiempo la del país. Con todo y la carga trágica que esto lleva. Hoy se busca la reinvención de un sistema nacional bajo el que ruedan todos los engranes a partir de uno central, los instrumentos de la Presidencia.
El país se había hecho a las maneras de un partido y sistema que recuerda la facilidad de una sociedad para adoptar la cultura de quien logra conformar más que un gobierno, una organización política, o un movimiento, la suma de ellos. Su evolución se traduce en el perfeccionamiento de un esquema. Ya no se necesita el monolito que soportó mal la vejez. El gobierno, intermediario natural del Estado, fracciona las entidades que llegaron a depender de sus brazos de control y al encargarse directamente de estímulos, prebendas y apoyos, se convierte en el Estado mismo.
La subordinación es característica de la política mexicana a lo largo de casi toda nuestra historia. La relación entre los poderes del sistema no es necesariamente el Presidente, como el instrumento del Presidente: la ley. Su ley. Por eso la transforma conforme a los intereses de cada proyecto específico. La adecuación continua de la ley convierte a la Presidencia en un mediador que se quiere dar el lujo de permanecer, ya que lo modificable serán los límites de su operación. Esta permanencia no se erige en la figura individual de la Presidencia, como en la perpetuidad del sistema que lo cobija. Hasta que se enfrente a la incapacidad se sortear una nueva vejez con su cúmulo de conflictos internos, de agotamientos.