Milenio

“Mircea Eliade cargaba todo lo que poseía en una maleta”

- JORDI SOLER

Durante muchos años Mircea Eliade cargaba todo lo que poseía en una maleta. Cada vez que llegaba a la habitación en la que iba a dormir, o a pasar una temporada, abría la maleta y sacaba libros, el manuscrito en el que trabajaba y la pijama cuando llegaba la hora de dormir. Eliade era filósofo, novelista y, sobre todo, uno de los grandes historiado­res de las religiones, autor de libros fundamenta­les como El mito del eterno retorno, El cha man ismoy las técnicas arcaicas del éxtasis o su contundent­e Tratado de historia de las religiones.

En 1945, después de la Segunda Guerra, se instaló en París; antes había estado en Londres y Lisboa como agregado cultural en la embajada de Rumania, su país, y en ese periplo fue perdiendo posesiones; su biblioteca, por ejemplo, cuyo corazón conservaba en la maleta, estaba desperdiga­da en un trastero de Londres, y otro de Bucarest, la ciudad donde nació y creció y a la que no regresaría a recuperar nada, ni siquiera un montón de manuscrito­s que había dejado ahí y que con frecuencia echaba en falta.

Otro montón de sus manuscrito­s se quemó en la chimenea de manera accidental: en una reorganiza­ción de su escritorio colocó momentánea­mente el montón dentro del basurero y ahí lo olvidó y, más tarde, la chica de la limpieza se hizo cargo de la basura y alimentó el fuego de la chimenea con los manuscrito­s.

Esta historia la cuenta él mismo en sus diarios (Journal, 1945-1969, Editions Gallimard), un volumen lleno de anécdotas personales, anotacione­s deslumbran­tes sobre sus dudas, sus certezas y sus descubrimi­entos, y también sobre la convivenci­a y las conversaci­ones que iba teniendo con diversos personajes de la época, desde su paisano Emil Cioran, hasta su admirado Carl Gustav Jung.

En una ocasión Eliade se encuentra a Jung, que tenía entonces 75 años, echado en una tumbona mientras escucha una conferenci­a de Gershom Scholem, gran exégeta de la Cábala. Estaban todos en una suerte de seminario, en una vieja casona a orillas de un lago alpino, donde se servía una comida parca y desabrida. Jung, que era de buen comer, escondía viandas en su habitación que se comía a escondidas, y además recibía platillos que le enviaban sus admiradora­s. En esa ocasión atesoraba un pollo asado que le acababan de enviar. Cuando Eliade llegó a saludarlo, Jung le decía al islamólogo Henry Corbin “que estaba desolado por la existencia real de los platillos voladores. Siempre creyó en la importanci­a simbólica del círculo y de lo redondo; pero ahora que el círculo parece haberse realizado de verdad, ya no le interesa. Le parece infinitame­nte más real en los sueños y en los mitos”.

En otra ocasión Jung le cuenta de un sueñopremo­nitorio y recurrente que tuvo a partir de octubre de 1913. En ese sueño toda Europa estaba cubierta por las aguas con la excepciónd­e una cumbre que estaba en Suiza y que sobresalía del mar como un islote. Jung se veía en el sueño navegando hasta el islote y luego observando desde ahí la inundación pero, en cuanto observaba con atención se daba cuenta de que el agua era unm arde sang repoblado de cadáveres y puertas de casas, vigas, trozos de di versos materiales. Jung soñaba aquello con tanta intensidad que pensó, con toda seriedad, que se estaba volviendo loco, tanto que dictó una conferenci­a sobre la esquizofre­nia, poniéndose él como el sujeto de la enfermedad. Después de su conferenci­a, el 31 de julio de 1914, se enteró por los periódicos que había estallado la guerra. Años después Jung le contaba aElia de sobre aquel día: “Esa mañana no había hombre más feliz que yo. Había comprendid­o que no estaba loco y que no iba a enloquecer. Había comprendid­o que mis sueños venían del inconscien­te colectivo y que su significad­o no tenía que ver con una crisis de esquizofre­nia”.

En las anotacione­s que Eliade va haciendo en su Diario, vemos su empeño por desmontar los mitos y los símbolos que ha ido colecciona­ndo de una multitud de etnias en diversas partes del mundo, y su aguda intuición que le permite discurrir, con gran naturalida­d, entre lo sagrado y lo profano. Por ejemplo, anota: “¿Cómo descubrimo­s la dimensión sacramenta­l de la existencia? Actualment­e puede decirse que todas las cosas que han existido no las hemos perdido definitiva­mente y las encontrare­mos en nuestros sueños y nostalgias”. La idea es muy atractiva, y muy junguiana, sugiere la existencia de una batería colectiva de acontecimi­entos, experienci­as y sensacione­s, de la que cada quién puede echar mano cuando necesite resolver una encrucijad­a, un conflicto; algo así como un banco de respuestas para enfrentar, partiendo del sueño o de la ensoñación nostálgica, cualquier situación, porque la memoria total de la especie contiene todas las posibilida­des: todo lo que puede pasar ya ha pasado antes, en algún momento de la historia.

En otra entrada anota: “Que uno alcanza la propia perfección aprendiend­o ano actuar siguiendo los impulsos naturales (la sangre, los nervios, el orgullo, etc.), sino justamente lo contrario, comportánd­ose de forma contraria a los impulsos de la naturaleza. ‘Ama a tus enemigos’, ‘pon la otra mejilla’. ¿Quién no conoce esas exhortacio­nes ?”. A contrapelo del fluir,t ande moda en el siglo XXI, Eliade propone resistir. O quizá es que solo fluye aquello que primero ha resistido.

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ESPECIAL Imagen de la portada de Diario, de Mircea Eliade.

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