La prisa de Obrador
AObrador lo elegimos los mexicanos. No todos, hay que decirlo. Unos 30 millones de ciudadanos le dieron su voto. El padrón es de casi 90 millones de electores registrados. Estamos hablando entonces de que dos tercios de ellos votaron por otros candidatos o prefirieron quedarse en casa el día de las elecciones. Pero, el resultado es el que cuenta. Y ahí no sólo podemos
decir que arrasó sino que goza de las simpatías de la mayoría de los habitantes de este país: comenzó su mandato con unos colosales índices de aprobación, cercanos a los 80 puntos porcentuales.
Con tamaño capital político, con un Congreso en el que Morena figura como un auténtico partido hegemónico y con una oposición dividida y con vocación de inexistencia (el PRI no tardará en subordinarse, ya lo verán), el actual presidente de la República tiene un enorme poder.
Y tiene mucha prisa, además, de dejar impreso su sello personal en cada centímetro del espacio público y de pasar a la historia patria como el prohombre que refundó, literalmente, el entramado institucional de la mismísima República.
La precipitación que lleva sería, en mi opinión, una suerte de elemento probatorio de que el hombre no tiene la intención de reelegirse. O, por lo menos, de que sabe que la empresa es realmente
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AMLO responde a un llamado superior no sujeto a la cotidianidad
complicada, a pesar de que sigue saboreando todos los días las mieles de la victoria. Lleva entonces todo con una descomunal celeridad. Le urge cambiar a la nación de raíz. La transformación es apremiante, no puede esperar. Así, el tiempo no le alcanza para analizar a fondo los temas ni para detenerse en detalles que para él terminan siendo asunto menor porque su misión es trascendente de origen. No es un gobernante como cualquier otro, un individuo consciente de las naturales limitaciones al ejercicio del poder y enterado de la fatal caducidad de las acciones humanas, sino que él responde a un llamado superior, a una causa elevada que no puede sujetarse a las miserias de la cotidianidad o, en su caso concreto, a la servidumbre a la que obligan unas leyes que, en muchos casos, ni siquiera le parecen justas.
Y, no, no va tras el dinero. Lo suyo no es eso. Su motor es la gran cruzada que acometió hace dos decenios. Sigue en eso, incansable. Todos los días.