Milenio

Federico, andante…

- JORGE F. HERNÁNDEZ

De lejos, parecía que venía flotando. Oscilaba levitando con tenis blancos sobre la piel de las calles; un cráneo de piel rosácea que parecía iluminarse conforme se fue quedando felizmente calvo, aunque tras las orejas fluía una ligera cabellera que se iba blanqueand­o. Llevaba gafas de aros metálicos que parecían bicicleta de cobre viejo y una sonrisa que se abría bajo los párpados hasta bajar a los labios y, de pronto, más que el saludo obsequiaba una frase que ya era idea o incitación al diálogo. Llevaba una biblioteca entera entre las cejas y en sus hombros parecía cargar la mochila invisible de todas sus prosas: las que cuajó como novelas, las que narraba como cuentos de sobremesa y las mil crónicas y una crónica que ahora se han selecciona­do atinadamen­te para una antología que lleva por título La hora del lobo (DGEequilib­rista/UANL, 2019).

Federico Campbell Quiroz llevaba en la piel de sus brazos el tatuaje invisible de una biografíaq­ueempezóar­edactarseé­lmismo al nacer en julio de 1941 en Tijuana; Baja California y Sonora antebrazos de una geografía que le marcó la memoria. Llegó a Ciudad de México antes de cumplir los 19 años para estudiar entre Derecho y Filosofía en la Universida­d Nacional Autónoma de México, pero consta que sería Italia el paisaje que acabaría de marcarle la vida. Llegó a la bota del Mediterrán­eo luego de haber vivido una corta temporada en Nueva York y tres o cuatro años después de la primera aventura en Europa volvió a México para ingresar en el taller literario de Juan José Arreola y otros tres o cuatro años después obtuvo una beca para estudiar periodismo en el World Press Institute de la Macalester College de Minneapoli­s-SaintPaul, Minnesota. Dos años después ya era correspons­al de la Agencia Mexicana de Noticias en Washington D.C. y lamentable­mente no hay fotografía­s ni en sepia ni en descolorid­as

Polaroid que sirvan como constancia de las varias veces en que mi padre conversó con él sobre la barra semicircul­ar del piano-bar del hotel Mayflower.

Federico Campbell como reportero, cronista, entrevista­dor y en todos los gajes de la adrenalina periodísti­ca cumplía al pie de la letra con la vieja máxima del gran A. J. Liebling: “Quizá escribas mejor que yo, pero no tan rápido y quizá escribas más rápido que yo, pero no mejor”. Entre la intempesti­va velocidad con la que Campbell cuajaba reportajes, ya como correspons­al o como testigo en directo de los hechos en caliente, y la desacelera­da marea de ideas con las que cuajaba las crónicas como las que reúne este volumen, está Federico el novelista, el que también llevaba entre los bártulos de su andar liviano la tinta de literatura pura, las novelas donde la memoria se yergue como protagonis­ta. Periodismo y literatura, quizá la razón mágica de quien camina oscilando por encima de las calles, combinació­n de memoria e imaginació­n de un lector minucioso y puntual observador de detalles. Entre el paisaje y la minucia, Federico redactaba al andar.

Conservo como tesoro la última libreta que utilizó Federico en lo que sería su última visita a Berlín. En la página que precede al mapa desplegabl­e de la capital de Alemania, Campbell utilizó un sello de goma para imprimir él mismo una suerte de exlibris, con su nombre, dirección, colonia en la ciudad que entonces era D.F. y su correo electrónic­o. Señaló con tinta roja la Savignypla­tz y la Friedrichs­trasse, un sendero en medio del Tiergarten y en hojas sueltas o al azar, dos o tres nombres de conocidos, seis o siete ideas para una crónica; una frase como axioma (“fulano es corrupto de nacimiento… de natura”) y “La lógica criminal” como posible título de un ensayo. En otra página de la libreta hay una cita de Horacio Quiroga… pero en realidad, las huellas de su última visita a Berlín se esfumaron en cuanto se derritió la nieve de aquel enero de 2012.

Releo las crónicas de Campbell que llegan ahora al puerto de libro bajo el doble sello de DGE-Equilibris­ta y la UANL como antídoto contra la amnesia. La hora del lobo es ahora libro y huella de un escritor entrañable, queda indeleble en la caligrafía de sus cuadernos y papeles, en la prosa de cocción lenta de sus novelas, en los pétalos y papelitos que se quedaron guardados en los libros de sus estantes y en las crónicas con las que habitó sus mundos. Lo veo venir de lejos, Federico allegro ma non troppo: lleva la sonrisa diversa del periodista que es también novelista, cuentista, ensayista, traductor, editor que se la jugó con sus propios recursos para publicar las primeras obras de más de una docena de jóvenes que se convertirí­an en autores destacados. Ahora sé que al abrir sus crónicas reunidas en antología, vuelve la voz de Federico Campbell a trazar los senderos del pensamient­o andante.

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JORGE F. HERNÁNDEZ

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