Esta nación nuestra de súbditos
Los vasallos del antiguo señor feudal mendigaban sus favores. Los ciudadanos modernos, por el contrario, exigen derechos. Se perciben a sí mismos como merecedores naturales de las garantías que asegura la democracia liberal, no se sienten llevados a expresarle gratitud a un personaje particular —al príncipe bondadoso o al amo que concede discrecionalmente
mercedes y limosas según su muy personalísima disposición— sino que su condición de votantes con facultades los hace partícipes de un simple intercambio de obligaciones y beneficios fijados por un contrato social. Pagan impuestos y acatan las leyes, desde luego, pero a partir de ahí se arrogan la potestad de exigir las correspondientes contraprestaciones.
Este acuerdo voluntario de obligaciones mutuas es verdaderamente ejemplar y una deslumbrante particularidad de la sociedad abierta en tanto que reconoce la naturaleza soberana del individuo y lo exime del ancestral sometimiento al poderoso de turno: el Estado adquiere ahí su categoría primigenia de gran administrador de la cosa pública pero, a ojos de sus beneficiarios, lo hace como una entidad un tanto abstracta, por así decirlo, sin nombre y apellido, sin el sello personalista del caudillo o del cacique.
Uno de los grandes problemas que tenemos como sociedad es precisamente
No es extraño que en la 4T quieran explotar este atavismo nuestro
nuestro déficit de ciudadanía: el mexicano sigue apegado a su ancestral idiosincrasia de súbdito que recibe asistencias directamente de los encargados temporales de la Administración: “Gracias, Señor Presidente”, exhiben los letreros en la obra pública recién inaugurada, como si la entrega a los vecinos de un parque o la construcción de una carretera no fuera un mero intercambio contractual de bienes —yo te cobro el IVA o el ISR pero te devuelvo alumbrado en las calles o te pavimento bien las avenidas— sino una generosa dádiva de un sujeto al que, encima, hay que glorificar.
No es extraño entonces, que los artífices de la 4T quieran explotar este atavismo nuestro. O sea, que los servicios sociales ya no serán brindados por organismos públicos pertenecientes al difuso aparato de la Administración sino que los beneficiarios —las madres trabajadoras, los viejos y los llamados ninis, entre otros— recibirán su dinerito en la mano. Ajá…