Milenio

Chin chin, El Ñero, Tepito...

El miércoles falleció Armando Ramírez, el periodista, cronista y escritor, autor de varias novelas, entre ellas Chin chin el teporocho, Pantaleta y Noche de califas. “Un hombre que adoraba la ciudad y su Centro Histórico”

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Murió Armando Ramírez y los recuerdos salen a la luz. Es jueves 11 del mes que corre. Los susurros apenas se escuchan en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrut­ia, en el número 91 de la calle Nuevo León, colonia Condesa, donde se le rinde un homenaje de cuerpo presente.

Hace unas horas la familia Ramírez publicó un comunicado en el que invita a la velación. “Sin más, agradecemo­s todas sus atenciones para con nuestro padre”, se lee en Facebook, y re mata con su famosa frase :“Total, que tan toes tan ti ti tiiiiiii tooooooooo, tan solo será un ratito”.

Su hijo, del mismo nombre, dice que su padre era un hombre trabajador, y recuerda su consejo: “Trabaja, esfuérzate y solito vendrá lo demás; enamórate de tu trabajo...” Dice que no es momento de estar triste, y está seguro de que donde su padre renazca seguirá contando historias.

Y Jimena, hija mayor, la voz entrecorta­da, se despide del maestro de su vida. “Nos dejó lecciones muy importante­s, y una de ellas fue que nos dijo: ‘yo decido que voy a estar bien y que nada me va a vencer’. Me quedo con el hombre que nunca se dio por vencido”.

Su padre adoraba su ciudad, el Centro Histórico, donde seguirá el fantasma de Armando Ramírez, dice, y recuerda “que cuando iba al Centro no perdía esa maravilla de ir viendo sus edificios, sus calles...”.

Los amigos y conocidos, mientras tanto, retroceden en el tiempo y rememoran la figura del periodista, el cronista y escritor. Hablan de su timidez y su disciplina; de aquellos tiempos de Tepito Arte Acá, el colectivo, y aquel medio informativ­o del que Armando era el cerebro: El Ñero.

Y en esas pláticas es cuando surge el nombre de Enrique Aguilar, de los amigos más cercanos, dicen, de los pocos con quien Ramírez solía tomar una cerveza o una copa, sin que hubiera un acuerdo premeditad­o, aunque sí un discreto guiño cuando el primero saboreaba.

—¿De veras está sabrosa? —Sí.

—Entonces voy a pedir una.

Lo narra el propio Enrique Aguilar, egresado de Filosofía y Letras de la UNAM, doctor en Literatura y Crítica literaria, quien conoció a Ramírez en la década de los 70, cuando Aguilar trabajaba en el Departamen­to de Literatura del INBA, dirigido por el escritor Gustavo Sainz.

Sainz lo envió para que invitara a Ramírez a leer sus textos en escuelas de nivel medio. Desde ahí se hicieron amigos, y a partir de entonces conviviero­n y discutiero­n sin distanciar­se.

Lo recuerda como un tipo estricto y disciplina­do. “Era puntual, puntual, puntual; le molestaba la informalid­ad”, remarca Aguilar.

*** Alfonso Hernández, “hojalatero social y cronista” de Tepito, dice que Armando vivía “en el 11 de la Plaza Bar to lomé de las Casas ”, uno de los lugares donde germinó el colectivo Te pito Arte Acá, durante el sexenio de Luis Echeverría, cuyo gobierno pretendía ejecutar el Plan Te pito, una ofensiva estatal que fue frenada por tres frentes: Asociación de Inquilinos de Tepito, Tepito Arte Acá y el periódico El Ñero.

Con el primero trataban de evitar de sal ojos y defender el vecindario; Te pito Arte Acá, evoca Hernández, elaboró un discurso plástico y combativo; los textos se publicaban en El Ñero, que dejó de ser un periódico parroquial —lo editaba la parroquia de La Divina Institució­n, dirigida por el sacerdote Frederick Loos— para convertirs­e en la voz del barrio. “Para dialogar contigo”, era el lema de El Ñero —añade Hernández— y Armando Ramírez era el jefe de informació­n.

Algunos de los integrante­s del colectivo también fueron los artistas plásticos Daniel Manrique, Julián Ceballos Casco, entre otros, y una mujer, conocida como La Divina María Teresa, que imprimía su estilo naíf.

—¿Cuál es tu libro favorito de Armando Ramírez? —Me llaman la Chata Aguayo. —¿Por qué?

—Porque refiere a las dos principale­s lideresas del Centro Histórico, Guillermin­a Rico y Alejandra Barrios —responde Alfonso Hernández, presidente de la Asociación de Cronistas de Cdmx, AC—, y porque el libro deja ver los juegos de poder en torno al ambulantaj­e.

En 1974, Alfonso Hernández, comerciant­e del barrio, tenía 25 años, mientras que Armando Ramírez frisaba la veintena.

A partir de entonces, agrega Hernández, “Armando se convirtió en el paradigma que eclipsó a Óscar Lewis y Los hijos de Sánchez”.

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De 1977 a 1981, Enrique Aguilar trabajó en el INBA, donde organizaba conferenci­as, presentaba libros y publicaba en la Semana de Bellas Artes.

Un día de 1978 llegó Armando Ramírez a la Dirección de Literatura; llevaba unos cuentos. Entonces Gustavo Sainz —dice Aguilar— le pidió a Emiliano Pérez Cruz que lo entrevista­ra.

Aguilar conserva la foto en donde están él, Armando Ramírez, Pérez Cruz, libreta en mano, y el fotógrafo Mario Rodríguez,

El Diablo, quien colocó la cámara en automático para inmortaliz­ar al cuarteto. Están recostados en la pared de una casa antigua intervenid­a por Daniel Manrique.

“Ahí empezamos a conocernos y a cotorrear” con Armando, evoca Enrique Aguilar, quien lo llevaba para que platicara con alumnos de los Colegios de Ciencias y Humanidade­s, de Bachillere­s y prepas.

Eran los tiempos en que José Agustín había regresado de Estados Unidos y acababa de escribir su novela Ciudades desiertas.

Enrique Aguilar, oriundo de Santa María la Ribera, tenía coincidenc­ias con Ramírez, pues los dos habían nacido en el norte del Distrito Federal, pero “él decía que yo era de donde vivían Las señoritas Vivanco”.

En una de las presentaci­ones Armando Ramírez leyó su cuento titulado “Ratero”, que había ganado un premio donde el jurado fue el cuentista y periodista Edmundo Valdés, un hecho que recordaba con cariño.

La confianza mutua los hizo amigos y platicaban de sus vidas. “Para él yo era de una colonia fifí”, recuerda Aguilar y ríe, “pero no dejábamos de ver que pertenecía­mos a la parte ruda de la Ciudad de México”.

Son muchas las anécdotas que Aguilar lleva en su alforja, como aquella que Armando le contó sobre el día que dejó de ir a trabajar a la carnicería de su tío en el barrio y entonces su mamá le preguntó la razón.

—Porque ya tengo trabajo — contestó.

—¿Y de qué trabajas? —Pues soy escritor.

—¿Y qué estás escribiend­o? —Una novela.

Fue cuando empezó a escribir

Chin chin el teporocho. Primero lo hizo en un cuaderno de tamaño carta con espiral. Después conoció a una muchacha de nombre Michel, quien le ayudaba a mecanograf­iar el manuscrito.

“Nos dejó lecciones importante­s, una de ellas fue que dijo: ‘yo decido que voy a estar y que nada me va a vencer”

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