Nicaragua y los que la quisimos tanto
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En estos días de julio, Nicaragua celebra, o quizá lamenta, los 40 años del triunfo de la Revolución Sandinista. El país sufre hoy con Daniel Ortega una dictadura tan siniestra como la que acababa de derrocar, la de Anastasio Somoza. Pero entonces todo era distinto. Nicaragua vivía una luna de miel que habría de durar unos años. Aún no ocurría el rompimiento con la burguesía, representada en el gobierno sandinista por Violeta Barrios, la viuda del periodista Pedro Joaquín Chamorro. Aún no surgía la división entre los propios sandinistas: Sergio Ramírez y Edén Pastora eran héroes en el gobierno del FSLN. Y aún no estallaba en la frontera con Honduras la guerra contra la Revolución, que costaría decenas de miles de vidas a Nicaragua.
La atmósfera de Managua —una ciudad fea, sofocante, sin transporte público, con el centro en ruinas desde los tiempos del terremoto— era exactamente como la describe en El furor y el delirio el guerrillero JorgeMasetti.Unherviderodelatinoamericanosyeuropeos de izquierda. Destacaba la figura de Régis Debray, vestido con uniforme, a quien por esa razón apodaban El Comisario de la Revolución. Había combatientes que llegaban de todos los rincones de América Latina. Recuerdo hoya César (o Varela), un peruano del Movimiento Revolucionario Tupac Amarú; a Álvaro (o Díaz), un chileno del MIR; a Michel (o Clovis), un brasileño alto y rubio, guapo y simpático, que había secuestradounaviónenManaos, había vivido en Cuba, había combatido en Angola y había llegado a Nicaragua para participar en la ofensiva final contra Somoza (y que estaba destinado a heredar más tarde la enorme fortuna de su padre en Sao Paulo).
Varios mexicanos estaban por ahí, como Jorge Castañeda y Alma Guillermoprieto. Yo mismo llegué en el verano de 1980, al final de la campaña nacional de alfabetización. Pasé dos o tres meses en las montañas de Jinotega, al norte de Nicaragua, en una ranchería a la que había que llegar a pie por una brecha, llamada El Granadillo. Fui parte de un grupo de concientizadores, con los que hablábamos a los campesinos de la Revolución, de la reforma agraria, de la cruzada de alfabetización, de la importancia de cerrar filas en torno al FSLN. Quienes tuvimos la suerte de estar ahí, en ese momento, conocimos de cerca un sentimiento común en el siglo pasado, pero ahora muy raro: la pasión revolucionaria.
Es quizá el único sentimiento capaz de disputar sus fueros al amor, decía Octavio Paz. Pero es también un sentimiento equivocado, basado en una idea falsa y peligrosa: que es posible cambiar un país de raíz, para bien, por medio de la violencia. ¿Qué nos atraía de la Revolución? La fascinación por la violencia, común en todos los hombres, pero especialmente notable entre los intelectuales, que privilegian las ideas interesantes sobre las verdaderas, como afirmaba Isaiah Berlin. Estábamos fascinados con Nicaragua, no a pesar de, sino como resultado de la violencia desatada por la Revolución Sandinista. Festejábamos así un país en el que comenzaba a ocurrir un desastre: Nicaragua, y no su vecino, un país a la vez más libre y más próspero, pero sin violencia: Costa Rica. Los países sin violencia, como los individuos, son más felices, pero también menos interesantes. Es el sentido de la maldición que hacen en China, y que dice así: Ojalá tengas una vida interesante.
¿Qué nos atraía de la Revolución? La fascinación por la violencia, común en todos los hombres