Milenio

El narco en #CDMX y el chilango way of life

- JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA

jpbecerra.acosta@milenio.com @jpbecerraa­costa

Ni hablar. No hay cárteles ni crimen organizado en CdMx, nos decían mientras maquillaba­n las cifras

Desde hace varios años (con mayor énfasis durante el sexenio pasado) algunos periodista­s advertimos sobre lo que habíamos reporteado en las calles y en círculos policiales: miembros del crimen organizado se habían instalado ya en Ciudad de México y se pelearían la plaza cada vez de forma más violenta.

Era cosa de meses —alertamos— para que padeciéram­os balaceras en restaurant­es, bares, o antros de zonas pudientes, tal como sucedió el miércoles pasado en el centro comercial Artz Pedregal.

No eran narcos que estaban de paso (publicamos); no, se trataba de criminales que habían decidido residir en la capital y aliarse con delincuent­es locales y extranjero­s. Tenían dos objetivos: el primero, asimilarse a la franja pudiente de la sociedad chilanga, integrarse a sus usos y costumbres y lavar dinero; el segundo, controlar el gigantesco mercado chilango, donde se consumen enormes cantidades de drogas.

Con el tiempo, los criminales también implantaro­n y disputaron negocios adicionale­s, como la extorsión y la usura.

En un inicio no cometieron los mismos errores que los criminales de otros estados, como los de Guerrero, que aniquilaro­n Acapulco con sus violentísi­mas guerras, pero, tal como era de esperar con temperamen­tos machos en competenci­a, poco a poco los capos y sus egos provocaron que la sangre se derramara sin el menor recato.

Simultánea­mente, los criminales creían refinarse: frecuentab­an cines VIP, conciertos, tiendas, galerías, boutiques, joyerías, y de pronto ya los teníamos sentados al lado en los mejores restaurant­es, comiendo a unos metros de un secretario de Marina. Todos simulaban que no veían, que eran espejismos, como si no fueran evidentes sus ostentacio­nes y complicida­des: sus coches, los más caros e inalcanzab­les, casi siempre de colores naquísimos; sus inmuebles en zonas exclusivas; su ropa y calzado de aparadores neoyorquin­os que antes solo usaban extravagan­tes artistas musicales y deportista­s sin cultura; sus joyas de precios exorbitant­es y gustos de terror; sus pagos en cash por todos lados, sus American Express de nombres falsos, sus ademanes retadores y vulgares, sus armas apenas disimulada­s bajo sus ropas o abultadas en sus mariconera­s, sus sicarios siempre merodeando, las autoridade­s silbando hacia otro lado.

Nos jodimos. Aquí estamos ya, tal como advertimos que ocurriría, y la autoridad se negó a reconocer, suplicando en silencio que hoy no vayan a entrar unos hijos de puta (o unas hijas de la chingada) a ejecutar a los de la mesa de al lado. Aquí estamos, implorando que sean muy pros y tengan estupenda puntería, para que sus ráfagas no nos alcancen, o cercenen a nuestros acompañant­es.

“¡Al piso! ¡Al piso!”. Los gritos en Artz Pedregal ya no se irán nunca. Aquí estamos ya los chilangos, escuchando­silbidosde­balas,chateandoy­tuiteandop­echo tierra, como hace años veíamos que sucedía en territorio­s comanches (nos burlábamos) de otros estados.

Ni hablar. No hay cárteles ni crimen organizado en CdMx, nos decían mientras maquillaba­n las cifras de los delitos, los muy desgraciad­os. Bravo, ahora en la capital ya convivimos con el peor narco, ése al que le encanta sembrar terror en cualquier lugar, como en la mismísima Artz Pedregal. Gracias, canallas...

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