Una ventana propia
Las tres transformaciones del espíritu” es el más conocido pasaje del pensamiento nietzscheano y, a la vez, una de sus propuestas menos comprendidas. El camello, el león y el niño son las metáforas de ese parágrafo inicial de Así habló Zaratustra. Para cruzar el desierto el camello pide ser cargado con lo más pesado: simboliza la moral que viene de fuera y con la que debemos “cargar”. Es pesada, pues es difícil cumplir con los valores morales impuestos.
Ya en pleno desierto, el camello se transforma en un león que lucha contra un dragón. Este último dice: “tú debes”, mientras que el león dice: “yo quiero”. El dragón representa las éticas deontológicas, concretamente a Kant. El león representa el nihilismo incompleto: destruye los valores impuestos con los que de antaño cargaba como camello, pero se queda en el desierto. Se libera de los valores impuestos, pero no tiene un para qué: no ha creado algo nuevo.
Por eso hace falta una transformación más: el niño. Él es la metáfora de la capacidad creativa y la inocencia. Ésta no implica ser un alma noble, sino amar la vida en su constante devenir. El niño crea y destruye porque es libre; se ha liberado de los valores, pero lo ha hecho para crear nuevos valores morales.
La clave está en que solamente hemos mencionado dos transformaciones; lo que suele no verse es que el camello, es ya una transformación: ¿qué es aquello que se transformó en camello y que menciona en el escrito? El hombre-masa, que no se cuestiona y va por la vida sin pensar en el bien y el mal. El camello ya ha iniciado el camino hacia sí mismo: por eso habita en el desierto. ¿Quieres marchar hacia ti mismo? dirá más adelante Zaratustra: espera, debes saber que lo que te aguarda es la soledad; dejarás el “nosotros” de la multitud y eso será un dolor.
Y, al final, ¿para qué? Quizá simplemente para tener una ventana propia y no ver al mundo desde la tradición. Quizá para tener una mirada propia; buscar quienes somos, qué queremos, crear nuestras reglas y no permitir que creencias ajenas dañen nuestro amor por la vida. Quizá simplemente porque esa es nuestra forma de amarla: buscarla siempre, aunque no la terminemos de encontrar jamás.