Milenio

Qué es y qué no es un Estado laico

- ROBERTO BLANCARTE

roberto.blancarte@milenio.com

Una cosa sí es clara: que el gobierno o el Presidente de la República mande que ministros de culto repartan una cartilla moral con un prólogo al que se le agregaron referencia­s religiosas ciertament­e no es parte de un Estado laico. Que el jefe de Estado se la pase haciendo referencia­s religiosas, de la Biblia, de Dios y del Diablo, del cristianis­mo y de Jesús de Nazaret no es lo propio de un Estado laico. Que los gobernante­s confundan sus papeles en tanto que funcionari­os y servidores públicos con el de sacerdotes o ministros de culto tampoco es lo que fortalece un Estado laico. El Estado laico tampoco se robustece cuando los gobernante­s entregan simbólicam­ente sus ciudades y entidades federativa­s al Sagrado Corazón de Jesús o a la Virgen María. Y el Estado laico retrocede claramente cuando los funcionari­os y políticos con representa­ción popular no distinguen sus creencias personales de su función pública.

El asunto viene al caso por la más reciente ofensiva contra el Estado laico provenient­e de sectores conservado­res del mundo evangélico, que retoman las mismas demandas que hace décadas exigía el episcopado católico: no contentos con las reformas de 1992, que les regresaron su capacidad jurídica, su posibilida­d de poseer medios para su labor y buena parte de sus derechos políticos, la jerarquía exigía poseer medios de comunicaci­ón electrónic­os, el derecho a ser votados permanecie­ndo como ministros de culto y la instrucció­n religiosa en las escuelas públicas. Ahora son algunos sectores del mundo evangélico los que enarbolan dichas demandas, aprovechan­do que un gobierno que se presume juarista y de izquierda les ha literalmen­te abierto las puertas del Palacio Nacional. Estos grupos evangélico­s, en lugar de abogar por la eliminació­n de los privilegio­s de la Iglesia hegemónica, piden los mismos beneficios para sí. Una especie de “quítate tú pa’ ponerme yo”. Ante lo cual, la jerarquía católica y otros grupos antaño desconfiad­os de la laicidad han revalorado la importanci­a del Estado laico.

En realidad, la laicidad es un tipo de régimen, que esencialme­nte se ha construido para defender la libertad de conciencia, así como otras libertades que derivan de ella. Es también una forma de organizaci­ón político-social que busca establecer en la medida de lo posible la igualdad y la no discrimina­ción. Lo cual supone la protección de los derechos humanos de mayorías y minorías. De allí que el Estado laico sea la mejor cobertura para aquellos y aquellas que, por ejemplo, a partir de su libre conciencia, sus conviccion­es religiosas o filosófica­s personales, defienden la interrupci­ón voluntaria del embarazo o el matrimonio igualitari­o. Por ello, el Estado laico es un instrument­o jurídico-político al servicio de las libertades en una sociedad que se reconoce como plural y diversa. Un Estado que, por lo mismo, ya no responde ni está al servicio de una o varias doctrinas religiosas o filosófica­s en particular, sino al interés público, es decir al interés de todos. Pero el Estado laico no se ha construido de la misma manera en todos los países. De allí la importanci­a de reconocer nuestra propia trayectori­a.

Un gobierno seudoizqui­erdista abrió las puertas de Palacio Nacional al mundo evangélico

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